Regreso A Casa
- Pedro Creo
- 18 mar 2019
- 3 Min. de lectura
Los caminos hacía el pueblo de Cinco Ciénegas nunca habían sido tan calurosos como aquellos del año de 1919. En México se vivían los últimos instantes de la Revolución Mexicana, el gobierno Carrancista viviría su último año antes de ser asesinado. Se vivía un ambiente de incertidumbre en diversos aspectos sociales y políticos. El ejército Villista se levantó hacía ya un tiempo en el norte del país. Muchas bajas, pocos logros. Agustín regresaba a casa después de servirle al “Centauro del Norte”. Regresaba a ver a los suyos, había dejado a su papá, mujer y a dos niños, quienes no rebasaban los cuatro años de edad. Una larga línea recta que partía los campos de cultivo se abría camino hacia el pueblo de Cinco Ciénegas.
Agustín Cartablanca caminaba con pasos lentos y cansados con sus hijos y esposa en mente. No había sentido tan pesada y agobiante la vereda que le dirigía a casa. Agustín a veces se sacaba el sombrero para saludar a las señoras envueltas en rebozos negros que a su camino se atravesaban. Estaría él tan cambiado y deformado por la Revolución que era ignorado por ellas <<Pinches viejas hijas de su puta madre, pero ahí las veré en la casa pidiendo para un taco>>
Agustín miraba al sol y no lo recordaba tan fuerte, esperaba que en casa le recibieran con una comida especial aunque sea. <<Tengo rato que no como calientito>> se repetía. También pensaba mucho en su papá, un hombre ya de edad y maltratado por las jornadas en el campo. Cuando se fue siguiendo a Villa, el viejo apenas y probaba bocado. No sabía nada de él desde hace dos años. No sabía si era el calor, o si de plano se estaba volviendo loco. Pero sentía como el aire maltrataba violentamente la milpa. La ráfaga de aire casi le tumbaba el sombrero.
Agustín se sentía abrumado, sentía miedo del aire. Era como un anuncio de muerte. Se sentía observado desde lo profundo de la maleza. Agustín apretaba el paso sin voltear, con la vista derechita. Cuando justo enfrente de él, como a unos treinta metros, una figura robusta y encorvada se le atravesaba en la vereda. El sol no le dejaba ver bien a Agustín. Pero bien conocía la silueta. O cuando menos le recordaba la figura de su padre en sus mejores años.
<<Ay papá ¿Serás tú? Si es así ¿Porque tengo este miedo tan feo?>> Agustín se hincó hasta tirarse al piso, sintió que el aire lo tumbaba. Recordaba que a su papá le gustaban los días ventosos, porque se figuraba al maizal bailando. Y de un momento a otro, el aire cesó.
Agustín levantó la mirada directo hacía la vereda. No había nada, ya ni el aire soplaba. Agustín se puso de pie, limpió sus harapos sucios y empezó a correr. No sabía si era por el susto o porque tenía la mala espina de que algo había pasado en casa ¿O serían las dos?
Al llegar a la entrada de su casa (una cerquita de madera podrida con un árbol de secoyas) advirtió que había mucha gente en la entrada de su humilde morada. Todos vestían de negro. Ya se imaginaba lo peor << ¡Mi viejo! >>
Agustín corrió con las lágrimas escurriéndole por las mejillas. Se acercó a la cajita de madera hecha seguramente por Don Fermín (el carpintero del pueblo) y se asomó para ver lo que temía.
Vaya sorpresa, el hombre tendido en el ataúd no era su padre. Se parecía enormemente (los mismos rasgos y color de piel) pero mucho más joven. Agustín escuchaba como los presentes sollozaban y se contaban la tragedia.
<<Los agarraron dormidos, dicen que Villa los abandonó a su suerte, ni siquiera vieron venir a la muerte>>
Agustín se llevaba las palmas al rostro, un incontrolable llanto le atacaba, miraba a su alrededor sintiéndose tan solo y aislado. Una mano pesada caía sobre su hombro, una voz conocida y suave llamaba su atormentada atención:
<<Ya vámonos hijo>>

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