Parálisis
- Pedro Creo
- 10 mar 2019
- 7 Min. de lectura
¿Ha experimentado usted un temor tan fuerte que le paralice? Esa sensación, nos ha invadido la piel en más de una ocasión, a veces nuestras fobias a ciertos insectos o arácnidos nos ha congelado al observar estas alimañas; que desesperante es no poder escapar del origen de nuestro espanto cuando entre las sombras observamos figuras creadas por nuestra imaginación encendida y extasiada por viejas historias fantasmales. Que horrible es sentir que las plantas de tus pies están pegadas al suelo que pisas sin poder correr en ninguna dirección, mientras que por la espalda, un súbito escalofrío repta con patas peludas de araña.
Existe en mi opinión, un miedo aun mayúsculo, y no vacilo en comentar tal consideración. Creo firmemente que el horror que provoca el observar con claridad algo terrorífico y enloquecedor acercándose hacia ti en línea recta, y tú (en añadidura), incapaz de moverte, de escapar de ese indecible espanto, presa de lo improbable. Lo que quiero expresar aquí es tan real como el momento mismo en que te encuentras leyendo esto.
Mi afición a los autos me condujo a la desgracia misma. Manejaba mi Porsche 911 SC modelo 1978 sobre la carretera de Fresno, cuando un error de cálculo hizo que en mi intento de rebasar una línea de vehículos pesados, se viera frustrada al impactar de frente contra un tráiler de carga, siendo “afortunadamente” yo el único perjudicado de mi estúpido descuido, fracturando como consecuencia los huesos de mi pierna derecha, brazos, clavícula y espalda. El dolor ocasionado por el accidente no se compara con la sensación de comezón imposible de mitigar debajo del yeso. Si bien fue cierto que mis primeras noches en el Hospital Waverly Hills fueron de lo más tranquilas, no menos cierto fue que me costaba conciliar sueño por los constantes dolores de mi maltratado cuerpo.
Para un hombre tan activo como yo, esta situación se volvió prontamente fastidiosa. Llegué a hartarme con facilidad de todo lo que me rodeaba. Una deslavada cortina floreada me separaba de mi compañero de habitación; quien tenía la terrible costumbre de quejarse de sus dolencias en altas horas de la madrugada, en más de una ocasión reprimí mis reclamos hacia el paciente de junto.
Una maldita noche, un estúpido camillero en su último turno decidió sacarme de mi habitación para realizar la limpieza de la misma, mis quejas por el olor a podrido en la habitación repercutieron en la llamada de atención al pobre empleado que decidió de alguna forma cobrar vendetta conmigo. Mi cama hospitalaria fue colocada en el pasillo justo a un costado de la puerta de mi habitación, mi mal humor al sentirme injustamente tratado por el desalojo recaía sobre el camillero, mi compañero de junto no fue siquiera molestado. La explicación del empleado me hizo helar. No había más que una cama vacía al otro lado de la cortina.
El camillero se despidió de mi prometiéndome que su relevo se encargaría de acomodarme de nuevo en mi puesto, por el momento no era posible reubicarme debido a los fuertes olores de los detergentes y aromatizantes. Comprendí que se había olvidado de mi cuando pasaron aproximadamente sesenta minutos, las luces se habían apagado desde hacía diez. Intentaba con pequeños gritos ahogados hacerme escuchar, me sentí exhausto de gastar mis pocas fuerzas en mis llamados. Me resigné a pasar la noche en el pasillo del hospital.
El pasillo era largo y estrecho, los colores grises y apagados la daban un aspecto de túnel abandonado. Hasta el fondo podía ver como otro pasillo atravesaba hacia terapia intensiva, unidad de quemados. Como anteriormente les había explicado, me era imposible moverme desde mi posición, mi pie derecho colgaba del gancho y mis brazos estaban inmovilizados, apenas y podía mover los ojos, el collarín mantenía mi cuello rígido.
Eran las dos de la mañana, la hora de salida del camillero era a las once de la noche, calculaba ese tiempo desde su partida, apuesto que acordó con su relevo dejarme abandonado. Empezaba a sentir los parpados pesados, me deslizaba en un profundo sueño, el cual sería interrumpido de manera abrupta por los lamentos y quejidos de mi supuesto compañero de habitación. Sus lamentos guturales y secos erizaban cada centímetro de mi piel, cada vez parecían elevarse más hasta llenar el vacío del lugar. Empecé a experimentar miedo real, apreté mis parpados y recé como primer impulso ante esta situación de pavor. Un Padre Nuestro mal recitado fue repetido innumerables veces en mi mente hasta que los lamentos y sollozos cesaron. Ahora tenía miedo de abrir los ojos, temía que al momento de despegar los parpados, algún rostro torcido y amorfo estuviera a centímetros del mío. Primero abrí un ojo, para mi suerte más no mi alivio, no vi nada. No fue un consuelo porque lo que estaba frente a mí, era el largo y obscuro pasillo del hospital. Mirar hacia el fondo del mismo me creaba una angustia y desesperación que hacía a mis sienes sudar abundantemente.
Confieso que ese punto del pasillo era hipnotizante, y reto a quien no ha sentido la misma sensación de evitar mirar y terminar fijando la mirada en las sombras, esperando a que los engendros emerjan de la nada, a esperar el fatídico desenlace.
El primer acto de mi noche de terror comenzaba, era único y resignado espectador de tan infame show. Un sonido rompía el silencio de la madrugada. Esta vez no eran lamentos ni plañidos. Un eco oxidado sonaba a lo lejos, avanzaba de manera desigual y chirriante. El alboroto provenía del pasillo que daba acceso a terapia intensiva, unidad de quemados. Sobre el corredor que atravesaba paralelamente al fondo de “mi túnel”, pude observar como cruzaba un objeto sobre cuatro ruedas, no era una cama como la mía, esta era una tipo “Roto Rest”, camas que se utilizan para sujeciones cervicales, precisamente para politraumatizados y quemados. Atravesaba vacía, íngrima y perturbadora, manchada con la sangre seca de victimas consumidas por el fuego, podía ver pedazos de una masa negra pegada a la superficie de la cama, apuesto a que era la carne chamuscada de antiguos pacientes. La camilla seguía su recorrido, empujada por quien sabe qué demonios ocultos entre las sombras. Y así desaparecía de mi espectro visual, arrastrando consigo ese sucio sonido de llantas sin aceite.
Mi corazón estaba ya agitado, no sabía si podría soportar más el espectáculo. Ahora tenía miedo de gritar, sentía que si gritaba enfurecería a lo que rondaba en los pasillos del hospital, una vez más apretaba mis parpados y rezaba un intento de Padre Nuestro, pero un nuevo sonido me desconcentraba y me sacaba de mis plegarias. Era un ruido difícil de definir, un sonido viscoso, que se restregaba contra el piso. Clavaba mi mirada en el fondo del pasillo, esperando por mi segundo acto.
Por la pared al final del corredor, aparecía una figura que, apenas y asomaba su cabeza, pero esta aparecía a una altura cercana al suelo. Sacaba sus brazos para arrastrar el resto de su cuerpo, era una silueta humana que reptaba. Sus extremidades lucían con quemaduras profundas, podía ver la carne viva contrastada con el negro carbón de su piel. Su rostro era una masa deforme, ya no había ojos sobre la superficie de ésta y su nariz aplastada solo daba espacio a los agujeros de las fosas nasales, su boca era un agujero abierto de la que escurría sangre obscura y espesa. Avanzaba hacía mi lentamente. El que se acercara arrastrándose pausadamente, hacía más tortuosa mi agonía, podía oler el hedor de su carne quemada. Grité por ayuda, lastimé mis cuerdas vocales pero fue en vano, no había replica.
En un instante perdí de vista a la creatura reptante, mis sentidos estaban alerta, mis ojos se desplazaban en todas direcciones buscando a la figura endemoniada. Era la única parte de mí cuerpo que gozaba de libertad de movimiento; pero no me fue posible ubicarla nuevamente, simplemente desapareció. En ese momento me cuestioné y pensé que todo era producto de las drogas empleadas en mi sistema para mitigar el dolor. Pero justo antes de que aceptara esa idea, empecé a ver como el fondo del pasillo empezaba a crecer, el hueco profundo y negro al final del corredor parecía tragarme. Acomodé mis pensamientos y comprendí que estaba en movimiento. Era empujado hacia la profundidad del pasillo.
Empecé a llorar de angustia y terror, no quería llegar al fondo, no tenía idea de qué clase de atrocidades podría observar ahí. Nunca supe quién o qué empujaba mi cama, mi estado de salud y mi collarín me impedían voltear la mirada, aunque dudo mucho haberlo hecho de haber tenido la oportunidad de hacerlo.
Me adentraban cada vez más en la garganta del abismo, las sombras me abrasaban, escuchaba gritos y llantos desgarradores, en las paredes del fondo de pasillo observaba las siluetas de seres malditos retorciéndose.
Caí inconsciente.
No supe más de mí, supongo que la impresión fue tan fuerte que simplemente me abandonó la conciencia. Ojala me hubiera quedado en ese sueño profundo, viajando entre las sombras, sin tener noción de la realidad, pero tristemente mi estado mínimo de conciencia desapareció. Desperté a razón del mismo maldito sonido, los lamentos del paciente de junto me sacaban de mi sueño temporal. Ligeramente movía mi cabeza, advirtiendo que ya no tenía el collarín, estaba la misma cortina deslavada y semitransparente, y del otro lado, veía la silueta del quejumbroso. Que desgraciada visión tuve en ese momento, sentí que la locura abrazaba mis sentidos. Pude apenas distinguir las formas de un rostro en dirección mía. Era un rostro quemado completamente, carente de ojos, su nariz era ancha y aplastada, muy apenas advertí que no había labios en su boca, solo encías y dientes amarillentos, asemejando una mueca demencial y perturbadora.
Solo el dolor en mi cuerpo me distraía del horror al otro lado de la cortina, un ardor intenso en todo me ser hacía que prestará atención a mis extremidades, las cuales ya no lucían enyesadas, ahora estaban cubiertas por gruesos vendajes pegados sobre la carne viva de mis brazos, tronco y piernas.
Mi cuerpo había sido quemado en su totalidad. Un alarido de espanto hacía a las enfermeras y camilleros correr hacía mí para inyectarme tranquilizantes y devolverme al dulce sueño.
¿Cómo demonios aparecí en la unidad de quemados? Había preguntado constantemente a los doctores por mi actual estado, piensan que estoy loco o afectado psicológicamente por las quemaduras en mi cuerpo. Me dicen que fui ingresado al hospital después de sacarme de los retorcidos y calcinados hierros de mi bólido. Me han mostrado diarios de día de mi accidente, mismos en los que se muestran secuencias fotográficas del momento en que los bomberos llegan con sus bombas de agua para apagar el fuego ocasionado por el siniestro.
¿Será acaso que he imaginado todo? ¿Serán las drogas en mi cuerpo las que han creado este horror tan vívido? Todos los días gasto mi tiempo tratando de descifrar el origen de mis desgracias, separando lo real de la locura. Mientras tanto, cada que quiero recordar el infame espectáculo que sufrí en el pasillo del hospital, el horror más perturbador y paralizante, me basta con mirar a través de la cortina desgastada de flores, y observar prolongadamente el rostro deforme de mi compañero de junto.

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