Miedo Real
- Pedro Creo
- 9 mar 2019
- 3 Min. de lectura
Hay sonidos muy en particular que nos aterran, que nos dan esa sensación de escalofrío recorriendo la espina dorsal, y no solo el sonido genera está sensación, es necesario también algunos elementos específicos para que la experiencia sea más aterradora aún, como la hora del día, la iluminación y en cierta medida, nuestra imaginación aleccionada para temer a lo que no queremos dar explicación.
Así me sucedió en una ocasión que regresaba del trabajo, cubro un horario vespertino en la empaquetadora de carne del distrito, por lo que a veces terminaba saliendo demasiado tarde. En mi andar de vuelta a casa, siempre caminaba distraído, pensando en la frescura de mis sabanas, muy pocas veces atento a mis pasos, sin reparar en los peligros de la madrugada, ese fue un pequeño descuido del que jamás me podré olvidar.
Avanzaba mi paso entre las calles St. Gallup y BocaNegra, conocida popularmente por ser un paraje solo a esas horas, de día diversos mercados ambulantes venden mariscos del vecino pueblo portuario, también se dice que ahí han sucedido eventos fantásticos, se cuenta de sombras reflejadas sobre las paredes, mismas que parecieran no tener dueño, se dice que las ratas de los depósitos de basura no son de dimensiones normales, pues bueno, estas historias han alimentado la imaginativa pueblerina, y es por eso que la gente evita pasar por aquí cuando la negrura cae.
Iba pensando en estas cosas mientras apretaba el paso, cuando un sonido perturbó mi ritmo; provenía desde el fondo del callejón que se forma entre las calles a las que me he referido, un angosto pasaje en donde se depositan los desechos de los mercaderes. Un sonido gutural emanaba de entre los botes de basura, retumbaba contra las paredes del sucio lugar, un sonido tan familiar pero tan aterrador cuando es escuchado en lugares impropios. El ruido simulaba ser el llanto desgarrador de un bebé.
Hasta cuatro vocales sonaban en los lamentos agudos del fondo del callejón, si bien es cierto el horror ascendió por mi espalda en forma de escalofrío, también es cierto que el deber cívico me obligó a averiguar el origen del sonido, pudiese tratarse de un infante abandonado y un acto inhumano sería ignorar el llanto, que aunque tétrico, tenía que socorrerlo.
Caminaba casi de lado sobre las paredes del callejón, pues mi complexión robusta me impedía hacerlo con libre gracia, mientras más me acercaba, el grito desgarrador aumentaba en intensidad, ¿Qué madre desconsiderada podría dejar a su vástago entre la basura? pues ni la pobreza más extrema te exime del privilegio y deber materno.
Los olores de humedad y podredumbre me irritaban, pero cada vez más me acercaba al alarido lastimero, por un momento mi mente se puso en contra mía, imaginaba escenarios escabrosos para cuando llegara, desde una deformidad en extremo espeluznante de parte de la criatura, hasta encontrarme con el anima de un infante que reclama ser encontrado para su eterno descanso.
Por un momento pensé en devolver mis pasos, pero ya estaba a un metro del chillido, dos botes metálicos y abollados de basura servían como valla, detrás de ellos el lamento tomaba un descanso, como advirtiendo mi presencia, avanzaba dando pequeños pasos, al pararme justo enfrente de los depósitos de basura, estiraba el cuello hacia adelante, dirigiendo mi vista hacia el fondo, la obscuridad yacía ahí, y un par de brillos oculares se abrieron desde las sombras.
Acerqué más mi ojos hacía esos extraños luceros en la obscuridad, pues la curiosidad terminó superando a mi miedo, un último chillido salió de la garganta de esa creatura, saltando sobre mí una pequeña figura peluda, vieja y huesuda, sentí como sus garras se clavaban sobre la piel de mi rostro, sus pequeños colmillos mordieron mi cara en rápidas y repetidas ocasiones, que ni siquiera percibí el momento en que la bestia vaciaba mi ojo derecho, caí de espaldas llevando mis manos al rostro, la sangre que emanaba era increíblemente ridícula, mientras que mi agresor huía en pasos silenciosos a toda prisa.
Semanas después de que mis heridas se recuperaran un poco, caminé de vuelta por esas calles en las que fui víctima de tan cobarde ataque, pasé de día y en dirección a una farmacia a conseguir drogas que mitigaran un poco mi dolor, atraía la mirada de mercaderes y clientes, mi rostro hinchado y arañado hacían juego con el parche sobre mi ojo derecho, daba un aspecto repugnante y morboso. Esta distracción casi hacía no percatarme de la presencia de mi atacante, sentí su mirada de ojos amarillos, atravesándome como dagas, me seguía lentamente con un movimiento de cabeza desde el fondo del callejón, le devolvía la cortesía con el único ojo que conservaba, mientras este estaba parado sobre la tapa de uno de los contenedores de basura, devoraba a placer a un desgraciado roedor, emitiendo pequeños ronroneos que interpreté como una risa macabra al ver el resultado de su diabólico acto, que me dejaría tuerto y odiando a los de su especie, de por vida.

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