La Ciudad De Los Torreones
- Pedro Creo
- 18 mar 2019
- 6 Min. de lectura
De los lugares que se cuentan en reuniones de carácter amistoso, se encuentran aquellas poblaciones escondidas que están rodeadas de misterio y fantasía. Quiero hacer espacio para una que no precisa de antecedentes históricos en la geografía, pues su ubicación territorial es imperceptible a la importancia humana; esto, al ser tan pequeña e improductiva, haciéndola terreno perfecto para la invisibilidad del ojo curioso. Tal vez ese sea el motivo de los eventos extraños que mi desgraciado destino me llevo a vivir. Mi llegada al pueblo al que solo me referiré como “La ciudad de los torreones” se debió a la suma de desafortunados sucesos que me pusieron en camino de este paraje.
Abandonado a mi fortuna por mi compañero de negocios Ryan Vildex, decidí continuar el regreso a casa basándome en mi instinto y manejo de los planos. Los senderos de la provincia Valenciana no tendrían que ser un problema si me apegaba al mapa; la traición de mi socio no se comparó con la traición de mi sentido de orientación, pues por las noches pareciese que los caminos, casas, árboles y demás elementos pictóricos cambiasen a la vista humana.
En algún momento perdí la brújula de donde se supondría llegaría, serían los años que llevo encima y el cansancio los que me desviaron de mi andar. Solo Dios sabe los destinos que tiene para cada uno de nosotros, aunque este pareciese ser un descuido de su voluntad.
La lluvia incesante llenaba de légamo las suelas de mis botas, cada paso era más pesado y complicado, había caminado ya muchos kilómetros y necesitaba pernoctar pues el desconocimiento de la zona podría ser peligroso. A lo lejos observe luces dentro de las ventanas cuadradas de un par de inmensos torreones, llamaradas incandescentes que el viento respetaba, una obscura arquitectura medieval propia de la Europa antigua se dibujaba en el horizonte.
Mi sentimiento de alivio no se consumó del todo, pues nunca se sabe la clase de habitantes que estos pueblos ignorados por los mapas albergan, sería solo mi morada nocturna hasta que los primeros rayos de sol me permitieran continuar.
El frío de la noche ya calaba en mis huesos, no paraba de titiritar, mis rodillas dolían a cada flexión que daban. Preparaba mi entrada a la ciudad de los torreones. Las calles estaban desiertas (asumiendo que la lluvia y la helada temperatura mantenía a sus ciudadanos resguardados) lucía como cualquier pueblo miserable de la época medieval, sin rastro de modernismo, como si los años aquí jamás hubieran pasado, imaginando que su población sería en su mayoría ebrios e ignorantes campesinos.
Como era de esperarme, lo primero que me encuentro al entrar a la ciudad fue una sucia taberna. Me internaría en el pestilente negocio para intentar trabar conversación con algún parroquiano o con el cantinero, esto para obtener información acerca de las posadas del lugar. Cruzando la puerta de entrada, un miserable olor a sudor y a alcohol me reciben, la taberna estaba con muy poca iluminación, y los pocos hombres que habían, yacían con sus rostros recostados sobre las superficies de las mesas, por lo que decidí dirigirme directamente con el tabernero, un hombre calvo de facciones duras e inexpresivas que advirtió mi entrada y mis pasos hacia él.
-Buenas noches, me gustaría saber si en este lugar hay posadas para los viajantes.
Después de analizarme con fría mirada, el tabernero habló secamente.
-Si no tiene otra opción, puede visitar la posada de Midelt Hanson, se encuentra en la esquina de esta calle…
¿Puedo hacerle una pregunta?
Asentí lentamente.
-¿Cómo llegó aquí? Son pocos los visitantes, y si me lo pregunta, no creo que sea buena idea quedarse.
-¿En que basa su sugerencia?
-Las cosas aquí han dado un giro dramático, este pueblo estaba conformado por pescadores y campesinos de la zona, pero como usted sabrá, tener cercanías con el puerto atrae a gente de diversas partes. Aquí llegaron hombres de lugares impronunciables, con acentos extranjeros irreconocibles, que fueron introduciendo poco a poco sus costumbres y creencias, algunas a la fuerza, y otras infringiendo miedo. La gente de aquí ha cambiado, y me temo que detestan a los nuevos visitantes, a razón de eso le externé mi pensar sin que me lo preguntara.
Sin saber que contestar volteaba a ver a los embrutecidos pueblerinos, ahora todos tenían la mirada puesta en mí, debo reconocer que advertí algo extraño en la forma de sus cabezas. Apreciaba algo distinto a la estructura ósea común. Había algo raro en sus ojos también, sus corneas parecían exageradamente grandes, reduciendo la esclerótica de sus ojos al mínimo, sin embargo es algo que no puedo asegurar por la oscuridad del lugar. Me sentí intimidado por los diversos pares de ojos acuosos, voltee mi mirada de vuelta al tabernero y este agachaba la cabeza, parecía más asustado que yo, de él no obtendría respuesta o ayuda.
Salí rápidamente de la pocilga de mala muerte, evitando el contacto visual con mis muy alejados congéneres, salí al encuentro con la lluvia, no estaba dispuesto a quedarme, decidí correr el riesgo de vagar por la obscura madrugada hasta encontrar otro pueblo. Escuchaba a mi espalda ruidos de sillas arrastrándose, seguramente los pueblerinos se habían levantado de la mesa para salir a mi encuentro. Sería por el miedo que accedí al ofrecimiento de una dama que movía agitadamente su mano derecha desde la entrada de una humilde casa de ladrillos, atendí a su llamado con el riesgo de adentrarme a otro peligro.
Rápidamente la mujer me dio acceso a su hogar, cerrando a mis espaldas la puerta de madera hinchada por el diluvio. En la oscuridad del cuarto solo escuché como se movía entre las sombras hasta que la luz de un fosforo daba claridad a su rostro (el cual reparé era normal como el de cualquier persona común y corriente) para encender una lámpara de keroseno, que colocó justo en medio de una mesa. La joven dama me invitó a tomar asiento a la vez que me advertía con gestos guardar silencio. Se asomaba a través de las maderas que tapizaban sus ventanas, se movía desde su posición para poder observar de distintos ángulos, todo con sigilo.
Una vez que terminó de mirar hacia afuera, se acercó a mí caminando sobre las puntas de sus pies, hablando casi a susurros la mujer me advertía:
-Tiene que irse, no puede quedarse señor, este lugar no es seguro para nadie que sea ajeno al pueblo, por favor. En cuanto ellos ingresen de nuevo a la taberna, corra, váyase lo más lejos posible, escuche lo que escuche a sus espaldas, no voltee. Cualquier lugar allá afuera, es más seguro que permanecer en este maldito pueblo.
Mi extrañeza y asombro no me permitió guardar silencio, apresure mi pregunta aprovechando su excitación:
-¿Pero qué pasa? ¿Quiénes son esos tipos?
Su rostro apenas distinguible por la débil llama de la lámpara reflejaba angustia. Pero complaciendo a mis dudas como motor para mi huida, accedió a darme escueta información:
-Estos hombres (si es que se les puede llamar así) han venido de un lugar remoto, de un lugar imposible de imaginar, nos han sometido, nos han cruzado con su estirpe, somos una muestra de su expansión. Algunos aceptaron la cruza, los que no, han sido asesinados. Debe marcharse, no se escucha más barullo afuera, seguramente regresaron a la taberna.
Antes de salir la dama se asomaba entre los diminutos espacios de las tablas, me indicaba con una mano salir, rápidamente abría la pesada puerta para salir, la lluvia había menguado. Cuando me disponía a comenzar mi huida, un grito seco y entrecortado me indicaba detenerme.
Era uno de los hombres en la taberna, sus ojos profundos y negros me observaban, jadeaba como bestia salvaje, un vaho escapaba de entre sus dientes diminutos y afilados. Hablaba con la mujer que me había ayudado. Esta alumbraba el camino con la lámpara de queroseno, parecía que le regañaba en un lenguaje extraño. Ella mantenía su mirada hacia el suelo; detrás del extraño ser salían más a su paso, gruñían y emitían sonidos ahogados, me miraban mientras hacían gestos agresivos.
Algunos ya adelantaban pasos hacia mí, cuando la mujer me grito “¡Corra!” Arrojó la lámpara sobre los pies de los extraños, explotando en una llamarada que salpico sus prendas de vestir. Rápidamente se envolvían en una brasa de fuego, lamentablemente las lenguas ardientes, alcanzaron a la mujer, que se unía en una danza de dolor a los bultos en medio del fuego.
Una visión infernal iluminaba mis ojos, gritos de bestias retumbaban en la oscura noche, olor a carne chamuscada y muerte invitaba a un festín a las creaturas noctambulas. Antes de correr pude apreciar decenas de los mismos seres deformes bajar por las paredes de los torreones, una marabunta de demonios detrás de mí se unían para mi cacería; tenía un motivo para vivir, un deseo de venganza por la experiencia vivida. Si sobrevivo, asesinaré de manera salvaje a Ryan Vildex.

Comentarios