Hotel
- Pedro Creo
- 10 mar 2019
- 15 Min. de lectura
I
Ernest Sanchís, hombre de mediana edad y de muy discreto perfil, sufría lo que solo un ínfimo porcentaje de la población padece, esto es una terrible enfermedad que en reiteradas e imprevistas ocasiones le dejaba en inconsciencia. A veces, y sí llegase a sufrir un ligero desvanecimiento (precedido por un profundo vértigo), podía oír con claridad lo que sucedía a su alrededor, en otras, cuando el impacto de la enfermedad lo cegaba de golpe, sentía realmente fallecer. Los médicos de la familia Sanchís le diagnosticaron Catalepsia, un desgraciado padecimiento sin posible remedio y costosísimo control. Como balde de agua helada el dictamen empapó las ideas y los fondos de los Sanchís, muy pronto la mortificación de los suyos los nubló y convirtió el buen juicio de estos en un impresentable pretexto para deshacerse de él. Sus tratamientos e incorregible daño los llevaría a la bancarrota.
Ernest, ajeno a la voluntad de este mal; a veces despertaba en lugares remotos de los cuales no encontraba explicación del cómo había llegado ahí. Una fuerte migraña le acompañaba en su despertar, aumentada por sus vanos intentos para recordar el último episodio de su memoria. A excepción de esta última vez que despertó en las laterales de una desconocida carretera. Solo un pequeño zumbido de avispa en sus oídos taladraba sus tímpanos, nada molesto en comparación de la detestable jaqueca.
Ernest había abandonado el centro psiquiátrico en donde su familia lo había depositado hace más de un año y sus desvanecimientos habían empeorado dramáticamente, cada día eran mas frecuentes, y su memoria cada vez mas corta. Solo pequeños destellos del pasado se asomaban en su endeble mente.
Un aturdido Ernest se percató del fastuoso follaje rojizo que adornaban las laterales de la carretera y de la fuerte tensión sobre su mano derecha. Advirtió que sus dedos atenazaban un objeto con exagerada presión, generándole un fuerte dolor en el puño. Sujetaba con nervio una muñeca.
Sus reacciones aun no llegaban a tiempo, estaba confundido y adormecido después del letárgico sueño, lo que si notó era que el talante dolor de cabeza no existió en este súbito despertar. Una vez que parecía tener control de sus funciones comenzó a analizar la situación. Se enderezó torpemente y quedó sentado sobre las crujientes hojas. Observó a la extraña muñeca, la cual usaba un hermoso vestido de seda color azul cielo, salpicado un poco por fango, así como el rostro de porcelana de esta, la cual dibujaba rasgos sumamente finos y una piel de color láctea. Contrastaba con este perfecto cuadro una cuarteadura sobre la cabeza, la cual descendía a la mitad de su rostro, dándole un aspecto deforme y aterrador. Cuando pudo bien analizar al juguete que aprensaba con fuerza, fue soltando progresivamente la presión sobre la extremidad de la muñeca, pero resolvió no deshacerse de ella, pues consideró que el objeto le ayudaría a recordar el cómo llegó a donde estaba.
Aun sin reconocer su ubicación, decidió levantarse y caminar a lo largo del costado de la carretera, esperando encontrar a alguien que le orientara o dirigiera a la zona urbana mas cercana. Caminó por kilómetros en un clima húmedo y espeso que le dificultó aún más su andar. Con desespero comprendía que difícilmente hallaría a un alma alrededor que pudiera darle explicación a sus cuestionamientos. Continuó su peregrinaje con mucho esfuerzo, pues un dolor en los costados por el largo tramo avanzado le hacía doblarse constantemente, cortando su respiración y estirando su rostro en una mueca de real sufrimiento. A ratos arrastraba a la muñeca de un brazo, haciendo deliberadamente que sus zapatos de plástico rasparan el asfalto, solo para romper el abrumador silencio de la carretera.
Después de unos metros más, buscó alivio para su fatiga. Recargó su espalda sobre un árbol y se dejó caer sobre sus sentaderas, observó hacía los dos costados de la carretera sin siquiera oír un ruido motor lejano ni tampoco el murmullo de los insectos o animales que podrían habitar en los ejes. Del otro lado de la carretera, entre los troncos de los árboles, la oscuridad era densa y asemejaba a la profundidad de las fauces de una bestia, no se animaba a dejar la calzada bajó ninguna circunstancia. Se sentía observado desde las tinieblas de la foresta. Perseguido.
Como un acto de miedo irracional se levantó del suelo a manera de un resorte, olvidó por un momento sus achaques y comenzó su andar apuradamente. Caminaba cojeando de su pie derecho pues ya sus fuerzas le abandonaban, aunque su mente le ordenaba alejarse cuanto antes del lugar. Escuchó como algo más, aparte de sus pasos, se acercaba con pies de seda. El crujir de hojas secas detrás de su presencia era notorio. Volteaba violentamente tratando de averiguar la identidad de su acechador, pero deseando también no encontrar nada. Solo pequeñas sombras agazapadas detrás de los árboles asomaban medio rostro como quien se esconde de una fechoría. Ernest detuvo su andar. Observando a la distancia a un grupo de niños salir de sus escondites y huir corriendo en dirección opuesta de la carretera, riendo, brincando como en una danza espectral de media noche. Ernest les gritó y se acercó apenas unos pasos inútilmente. Quería respuestas, no importara que fueran de unos infantes perdidos en el bosque. Los niños se disiparon entre la niebla, solo el eco de sus carcajadas quedó retumbando en el aire.
II
La noche estaba borrando cualquier destello de luz sobre el cielo, como una enorme ola de sombras y miedo cubría el rojizo follaje. Pero ante tan horrible premonición de lo macabro y como glorioso bálsamo a la angustia, un anuncio de hotel en el próximo kilómetro dibujó una sonrisa retorcida en el rostro de Ernest. Olvidó el dolor de sus costillas, de sus piernas; apretó con mas fuerza a la muñeca y avanzó a grandes zancadas. A la distancia se empezó a observar una enorme y majestuosa construcción de dos plantas, era la obra arquitectónica más impresionante que Ernest había visto, sus columnas clásicas de cantera estilo romano le daban un aire decorativo celestial ¿Cómo un hotel tan espectacular se mantendría en un lugar tan alejado de todo? Ernest saciaría sus dudas una vez que encontrara a alguien mas con quien hablar. Estaba deseoso de comunicarse con un semejante y derramar el mar de dudas que se agolpaba en las paredes de su cabeza.
En un pestañear estaba ya dentro del hotel, no recordaba ni mínimamente como había llegado hasta el frente de la recepción ¿Habría sufrido otro desvanecimiento? Mientras acomodaba sus pensamientos advirtió que estaba frente a un mostrador formado por vigas de madera de pino, apiladas y horadas para albergar diversos tipos de hermosas plantas; una fina obra de carpintería brillantemente barnizada y con penetrante olor a pino que inundaba sus pulmones; detrás del mostrador, un hombre de crespa barba, el recepcionista, le miraba arqueando las cejas en señal de espera.
-Su nombre no está en la lista señor, no tiene reservación… ¿Señor? – Insistía el hombre mientras señalaba con el índice la pagina central de un robusto libro abierto.
- ¿Perdón? -Respondió Ernest de forma pausada.
- Su nombre no se encuentra en la lista, pero le puedo dar una habitación; es para aquellos que no hicieron su reservación o se encuentran esperando se desocupe uno de los cuartos. – se dirigió a la pared que estaba a sus espaldas, descolgó de un tablero con diversos números, un juego de llaves con el número “0” y se las extendió con mirada crítica. – Primera habitación subiendo las escaleras… ¿Es suya?
- ¿Qué? -Ernest respondió con una mueca de desagrado. La mirada del recepcionista se dirigió a lo que fuertemente apretaba con su mano derecha.
- No sé. Asumo que sí.
Ernest arrastró sus pasos mirando en todas direcciones, el lobby era un lujo excesivo, pinturas con temática religiosa rodeaban las paredes del lugar, los marcos tenían un fulgurante brillo dorado, casi toda la arquitectura interna tenia acabados de caoba y el piso era un tablero de ajedrez que reflejaba como espejo su imagen. Cuando Ernest abandonó la confusión de sus pensamientos y recobró la endeble lucidez de estos, recordó que tenía que preguntarle a la primera persona que se encontrase por su ubicación actual. Volteó para hallar la recepción vacía. El timbre de mesa no atrajo la atención de ningún oído atento. Ernest se retiró a su habitación, una vez que despertara, pensó; preguntaría todas las dudas que tuviera acerca del lugar, su paradero y extraña ubicación.
El pasillo del primer piso (y único disponible) estaba adornado con un largo tapete rojo que cruzaba todas las habitaciones del lugar. Había dos alas laterales cubiertas por siete puertas blancas de madera del lado derecho y nueve más del lado izquierdo, todas con sus respectivos y centrados números en color oro, la numeración comenzaba desde el uno por cada lado en forma ascendente; su habitación era la numero “0” y se encontraba justo enfrente de él.
Advirtió que, del lado derecho, las siete habitaciones se encontraban mejor iluminadas. Atractivas a la vista de cualquier huésped. Daba la impresión de ser más procurada esa parte de la extensión que las del resto, pues era el caso contrario de la estancia a la que fue confinado. Una puerta simplona y sin ninguna de las características de las otras. El interior no era menos espectacular que la fachada, un cuarto humilde, con lo necesario y sin ningún detalle estético que saltara a la vista. Una cama tan dura como el pavimento que no fue obstáculo para ser disfrutada por la cansada humanidad de Ernest quien, por primera vez, soltó a la maltrecha muñeca, colocándola a un costado suyo; recostando su lastimada cabecita junto a su almohada. Quedando frente a su rostro. Mientras sus pesados parpados caían, observó entre sueños el maltratado pero hermoso rostro del juguete.
III
Sobre el pasillo del ala izquierda, las lámparas titilan alborotadamente, en cada breve instante de obscuridad, pareciera que las sombras que emanan de la ausencia de luz te observaran. Gritos ensordecedores se escuchan en el pasillo, detrás de las puertas. Avanzas sin desear hacerlo, detrás de cada puerta pareciera haber una desagradable sorpresa esperando saltar hacia tu cuello. Sigues avanzando sin otra opción que llegar al fondo del pasillo, en donde la luz no existe. La última puerta, es diferente, no es de madera, es de metal y el numero 9 está soldado sobre el metal de esta. No deseas abrirla, pero el punzante morbo te hace girar el seguro, tu mano arde, pero no importa, estás tan enfocado en conocer al inquilino de dicha habitación. Casi lo puedes oler. Casi te aturde su bienvenida.
Ernest abre con pesadez los parpados, le toma una fracción de segundo recordar que se encuentra en una habitación incomoda de un hotel sin nombre. Sin tener aun una clara idea de en donde están ubicados en el mapa. Empieza a tientas a buscar con la yema de sus dedos el único que objeto que lo acompañó desde que volvió del ataque de catalepsia. -La muñeca, la muñeca ¿En dónde está? – Ernest se tiró al piso para rastrearla debajo de la cama, en el baño, en el armario. Ni un solo rastro de ella. Salió de su habitación en busca de réplica. Alguien tenía que dar una buena explicación a este hurto.
Una vez parado enfrente del mostrador, hizo sonar la campana de mesa con insistencia, esta vez no deseaba marcharse sin respuestas. - ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? – solo el mudo rumor de la soledad se incrustaba en sus oídos.
Subió al piso de su habitación una vez más. Se dirigía a su estancia, una vez que entrara llamaría por teléfono a algún numero que existiera en las opciones del teléfono y se comunicaría al fin con alguien que le contestase sus inquietudes. Buscaba torpemente las llaves en sus bolsillos, una fuerte sensación de ansiedad le nublaba la vista. Volteó en ambas direcciones y vio los dispares pasillos, del lado izquierdo era difícil mantener la mirada. Resultaba incomodo mirar al fondo del pasillo sin evitar pensar que algo se dibujaría en el fondo de este. Del lado derecho la perfecta iluminación lo atrajo como una polilla al brillante bulbo. Inconscientemente dejó de buscar las llaves para saciar el morbo que las demás puertas forjaban en él, acercándose a la más cercana de la habitación “0”. Sobre ésta se apreciaba con letra manuscrita un cartel en el que se leía en tinta negra la palabra “Lunes”. El blanco de su madera parecía irradiar una serenidad que jamás había sentido. La tocó delicadamente con sus dedos, acariciándola con suavidad de arriba a abajo hasta llegar al pomo. Tomó la manilla y la hizo girar lentamente, la deslizó con exagerada suavidad hasta que sintió que el seguro frenaba con brusquedad la rotación. La soltó con la misma delicadeza y se alejó con el penetrante temor de ser descubierto como infractor en habitación ajena. Siguió su camino hacia el fondo, la puerta marcada con el numero “2” no era menos blanca que la predecesora. Sobre ella se leía un cartel que decía en manuscrito “Miércoles”. Con pisadas mudas se acercó y tocó la puerta un par de veces. Nadie respondió a su llamado.
Pasó hipnotizado y de largo hacía el final del pasillo, a su lado desfiló el Viernes, Domingo, Martes, Jueves y Sábado, y una penúltima puerta en donde unas gloriosas notas musicales rebasaban los maderos de la puerta. En la ultima puerta, pequeños hilos de luz emanaban del fondo. Pero sí había sido completamente imposible acceder en las anteriores, en esta lucía absurdo entrar. Pesadas cadenas cruzaban la entrada. Un grueso candado colgaba pesadamente en medio de la puerta. La madera de la entrada crujía ferozmente ante su presencia. Las cadenas saltaban ante esta reacción antinatural de la puerta. Ernest sintió horror de estar parado frente a este indómito acceso. Su mente le gritaba correr pues presentía que la puerta se partiría y las astillas de la madera se clavarían en su humanidad, pero sus pies tardaron en reaccionar, apenas e infecundos movimientos le permitían despegar la planta de sus pies del suelo. Cuando al fin logró coordinar orden con acción, corrió en frenética carrera a su habitación, un sonido extraño salía de su cuarto. A cada zancada distinguía con mayor claridad de que se trataba el familiar sonido.
IV
Del otro lado del auricular solo la estática hablaba. Ernest no llegó a tiempo para contestar el teléfono, se lamentaba amargamente pues era su oportunidad de hablar con alguien más que le diera explicaciones a sus incógnitas; esto activó su cerebro para buscar algún número de teléfono que le comunicara con alguien del hotel. Dializaba cero y no conectaba con recepción, marcó a casa, pero la línea sonaba muerta. Golpeaba el teléfono contra la mesita como muestra de frustración, se detuvo cuando creyó escuchar del otro lado de la línea un lamento infantil. Acercó a su oído el auricular, reparando que de este no emanaba nada, iba mas allá. El sonido venía detrás del muro contiguo con la habitación 1 del lado del ala izquierda.
Ernest se acercó a la pared como gato acechando a su presa. El sonido se intensificaba logrando erizar su piel de horror. Cuando estuvo enfrente del muro, colocó su oreja izquierda sobre el tapiz, de su rostro corrían gotas gruesas de lágrimas. El llanto incesante de varios infantes al unísono se escuchaba como macabra sinfonía de lo espantoso. Gritos infantiles desgañitados suplicaban la presencia de Dios. El sentimiento que esto le hizo sentir fue extraño de explicar para él, era abrumador, pero no podía despegar su oído del muro por mas que lo deseaba, sus uñas se clavaban sobre el papel tapiz y comenzaba a desgarrarlo verticalmente. El timbre del teléfono rompía su trance cayendo de espaldas. No se escuchaba en la habitación más que el sonido estridente del aparato. Ernest se acercó a este a gatas. Levantó el auricular y escuchó la voz del hombre de la recepción.
-Señor Sánchez, baje, encontramos su nombre en el libro, le reasignaremos un cuarto.
Después del breve mensaje emitido por el misterioso hombre, volvía la estática a apoderarse del ambiente. Ernest temía ahora por su vida. Sus manos temblaban tanto que le fue imposible colocar el auricular en el descanso de este. Salió de la habitación austeramente armado. Había cogido la tapa del retrete, pues fue el único objeto que encontró y determinó que sería prudente reventarlo en la espalda o cabeza de alguien en un enfrentamiento. Se acercó a la puerta uno del lado izquierdo, de donde venían aquellos lamentos infantiles, ahora no se escuchaba nada, estaba tan silencioso el pasillo en esa zona que escuchaba como sus zapatos rechinaban al doblarse en cada paso. A lado, en la puerta dos, un aire helado se escapaba por su abertura inferior; el sonido constante de aporreos venía de adentro y estos eran acompañados por más que lamentos, eran gemidos profundos. Un placer malsano y retorcido se escuchaba tras los maderos de esa maldita puerta. Azotes y sonidos eróticos inflamaban la imaginación de Ernest, el dolor de los autores de esos lamentos iba en aumento cada vez que los azotes crecían en intensidad, pronto la excitación daba paso al verdadero y puro sufrimiento, un alarido de auxilio salió del fondo de la habitación dejando inmóvil a Ernest.
Las luces comenzaban a fallar en esta parte del pasillo. La habitación marcada con el numero tres dejaba escapar un olor penetrante a quemado, un charco de agua se escapaba de la abertura baja de la puerta. Sonidos de azotes también se escuchaban tras la puerta. Ernest empezó a deducir que los aposentos ubicados en esa ala eran cámaras de tortura. El hotel no era mas que un negocio de depravación y muerte. Los demás cuartos con numeración ascendente después del 3 estaban mudos, a excepción de los últimos dos del pasillo, la parte más oscura del mismo, a donde Ernest no se animaba a entrar y de los cuales se escuchaban gritos de locura y furia. Las puertas constantemente se movían, a modo de que alguien intentara desesperadamente escapar, los pomos se movían con fuerza sin poder abrirse. Ernest estaba petrificado ante los terribles sonidos de enloquecimiento que salían de ellos. Regresó sus pasos sin darle la espalda al fondo del corredor. Temía de las sombras, las cuales iban y venían en milésimas de segundo.
No podía hacer nada por los desgraciados que estaban sufriendo los más indeseables castigos más allá de la puerta. Solo le quedaba cuidarse las espaldas y escapar a como diera lugar. Bajó las escaleras con la tapa de porcelana en alto, sus ojos eran platos saltones a la espera de ver lo mas espantoso. La recepción lucía tan distinta a lo que sucedía en el pasillo. Ahí lo estaba esperando el hombre barbudo de la recepción, quien con cálida sonrisa levantaba el juego de llaves de su nueva habitación.
-Habitación número dos, Señor Sanchis.
V
Hace años, muchos años, de las pocas cosas que Ernest aun recordaba, eran esos filmes de terror y gore que veía. Una de estas películas que tanto le impresionó fue “Hostal”, jóvenes vacacionistas capturados en pequeños hostales, en donde gente extremadamente adinerada pagaba fortunas para torturar y matar turistas secuestrados. Ese pensamiento le visitó de nuevo justo antes de acercarse con pasos temblorosos al mostrador de madera. Se sentía como uno de esos ingenuos turistas.
- ¿En dónde estoy? – Entre dientes habló Ernest.
- Baje esa tapadera Señor Sanchis. No es necesario.
-Mi muñeca ¡¿En dónde está?!
-Nunca fue suya señor, ahora está en donde pertenece, así como usted lo hará. Aquí están sus llaves. Habitación número dos.
-No entraré en ningún cuarto maldito enfermo de mierda.
Ernest se lanzó sobre el recepcionista, fallando desmañadamente en su intento por romper la tapa de porcelana sobre su humanidad. El sujeto solo tuvo que moverse un poco a su izquierda para esquivar el lento ataque del inquilino. Dándole tiempo a este ultimo de tocar la campana de mesa un par de veces. Un chirrido de goznes proveniente del primer piso helaba a Ernest. La puerta de la habitación numero dos se abría con exagerado misterio. Ecos de lamentos y placer escapaban de su interior. Un aire helado y fortísimo hacía oscilar candelabros del lobby. De entre las sombras se escuchaban pisadas pesadas. Un robusto hombre de dos metros se agachaba para poder salir del marco de la puerta. Su rostro era cubierto por una bolsa negra y sus vestimentas eran harapos que colgaban en forma de jirones. Entre sus maltratadas manos sostenía una gruesa soga la cual estiraba de vez en vez para intimidar a su próximo mártir.
Un malsano olor a sudor y humedad reptaba junto con el verdugo quien bajaba lentamente las escaleras. La escena inmovilizó a Ernest. Ver a la monstruosa figura bajar pesadamente escalón por escalón, le hizo soltar su única arma improvisada. Pedazos de porcelana se regaban sobre el pulido suelo de ajedrez. Ernest corrió hacia la puerta de entrada, estaba cerrada desde afuera, en su desesperación intentó patearla para quebrar el seguro. Todo esfuerzo era inútil. La pesada respiración del verdugo se acercaba, jadeaba sobre la oscura tela de su capuchón, haciéndola contraerse constantemente a la altura de la boca.
-Señor Sanchis, le suplico no oponga resistencia. Su nombre está registrado en la habitación dos. Es tiempo de pagar por sus crímenes. – dijo el recepcionista.
Ernest corrió hacia el otro lado del lobby, atravesó este y cruzó una puerta que se encontraba justo al lado del mostrador, sobre la puerta se leía un letrero que Ernest ignoró “Solo Personal”. Ingresar a ella fue quedarse completamente ciego, no había luz, pero tampoco deseaba encenderlas, solo a tientas buscaba otra salida. Caminó dando pequeños pasos mientras escuchaba los murmullos del recepcionista y el verdugo. Empezó a caminar con sus cuatro extremidades por temor a caerse y generar un mayúsculo ruido que delatara su ubicación.
A tientas sentía la terrosa superficie del salón. Pareciera que el piso pulido del hotel había terminado justo ahí. El tacto de Ernest comenzó a palpar hojas secas, muchas de ellas. Continuó avanzado entre el alfombrado otoñal, sus manos eran sus ojos, se imaginaba esa carretera en la que despertó, los tonos rojos, naranjas y amarillos sobre los costados de la carretera; empezó a oler al pino de los multiples arboles que franjeaban el camino. Sus manos seguían explorando y tocó algo tan suave y delicado para sus dedos que sintió el calor en sus mejillas producto de una inminente ruborización. El golpe de sangre que subió a su cabeza le avergonzó pero no mermó su persistencia. Siguió palpando el aun indeterminado objeto, no quería errar en su pronostico. Poco a poco descubrió con asombro que la forma dibujaba finas formas. Una nariz, boca, cabello. Solo pudo imaginar el bello rostro de un ángel, que bella imagen se proyectaba en su cabeza. Fue imposible no relacionar esa imagen con la muñeca arrebatada, era tan parecida en sus siluetas, solo que esta parecía ser real. Sus telúricos dedos se detuvieron en la frente, una protuberancia deformaba la perfeccion trazada hasta el momento. De esa herida emanaban chorros de espesa sangre que horrorizó a Ernest. Un grito de turbación fue callado por una callosa y rasposa palma de mano. La pesada mano le tomó por el cabello arrastrándolo hacia el lobby, Ernest pataleaba y gritaba desesperadamente. Pasó enfrente de la hermosa obra de carpinteria, detrás de ella el hombre de la recepción le miraba con disimulada lastima. Ernest soltó como un ultimo recurso apelando a la compasión de sus castigadores.
-¡Suéltenme! déjenme ir por favor. Lo lamento tanto ¡Por amor de Dios!
El verdugo lo arrastró por las escaleras, golpeando despreocupadamente su espalda. El castigo había empezado ya. La puerta de la habitación numero dos estaba abierta de par en par. El aire helado que de ella emanaba advertía a Ernest el gran final de su travesía. Una vez mas el gigantesco y robusto impío se agachaba para poder pasar por el marco, arrastrando por las greñas a la débil humanidad de Ernest. Las sombras devoraron el ultimo pataleo desesperado del condenado; detrás de esta paupérrima postal, la puerta numero dos se azotó furiosamente haciendo crujir todas las astillas de esta, contrayéndose vívidamente para no ser abierta nunca más, hasta su próxima e inevitable visita.

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