Hospital Psiquiátrico Barbacena
- Pedro Creo
- 20 mar 2019
- 13 Min. de lectura
I
Soy médico en el Hospital Psiquiátrico de Barbacena, Brasil. Tal vez no han escuchado mucho acerca de este manicomio, para esto permítanme que les comente un poco. Mi nombre es Antonio Fernando Vázquez, doctor especializado en psiquiatría. Solía trabajar en el Sanatorio Hispanoamericano de Madrid España (mejor conocido como "El Hispano"), pero la dictadura Franquista me ha hecho emigrar de mi país de origen.
La guerra civil española me ha llevado al Estado de Minas Gerias en el país amazónico. Un amigo exiliado me dio cobijo y su valiosa ayuda conseguiría un puesto para mí en el hospital psiquiátrico de la ciudad.
Mi adaptación en el país sudamericano fue rápida, aprender el idioma no fue complicado, su portugués dista del que conocemos en Europa y se acerca más al castellano que hablamos. Mi primer día de trabajo estaba próximo, admito que la noche anterior me fue difícil dormir, extrañaba volver a las labores.
En la mañana anterior a partir al hospital, compartí el desayuno con mi amigo (al cual solo mencionaré como “Ángel”), lo notaba ausente, su mirada se perdía entre los rincones del cuarto del comedor a la vez que ocupaba sus dedos en un par de esferas terapéuticas chinas.
-¿Ángel? ¿Te encuentras bien?-Volteaba su mirar violentamente hacia mí, lo había interrumpido de un pensamiento profundo. Su voz sonaba apenada.
-Fernando, sé que estás entusiasmado con este día, pero no he sido del todo sincero contigo. El Barbacena no es como los demás hospitales que conoces ¿Sabes? Nunca he entrado pero dicen que la vida ahí es complicada, y no solo para los enfermos, también lo es para el personal.
-Que eso no te preocupe, creo que lo exageras, la vida en un sanatorio mental es dura, pero llevo ya más de siete años en esto ¿Recuerdas?
-No comprendes, la gente dice cosas terribles, hablan de…
-Ángel ¡Basta! La gente siempre exagera.- Me di cuenta que lo reprendía groseramente, quise suavizar las cosas bajando el tono de mi voz -¿Sabes? Estoy muy agradecido contigo por haberme recibido y recomendado para el puesto ¿Cómo dices que se llama el Doctor que me está esperando?
El Doctor Brener Bahía era el titular del Barbacena, cuando llegué fui recibido por uno de los guardias que merodeaban en la entrada al hospital.
En el momento en que el empleado quitaba los candados que daban acceso al interior, pude observar la deprimente fachada del lugar, las elevadas bardas y arquitectura fúnebre del lugar hacían helar mi piel.
El guardia me conducía a través de un caminito pavimentado sobre el pasto del patio. Aprecié muchos enfermos que se encontraban deambulando en derredor. Todos ellos estaban alejados de mi posición.
Después de ingresar en las instalaciones, pudimos llegar a la oficina de Bahía que se encontraba en el segundo nivel. El guardia se despidió de mí informándome que hasta ese punto él podía acompañarme, de ahora en adelante seguía por mi cuenta.
Toqué un par de veces la puerta, mientras esperaba a que alguien abriera, observaba la placa con el nombre de mi nuevo jefe - Dr. B. Bahía – una voz ronca sonó desde el interior, el interlocutor me invitaba a pasar de manera cortés.
Al abrirla percibí un fuerte olor a tabaco y al fondo del cuarto vi a un hombre de cincuenta y tantos años de edad sentado detrás de su escritorio, usaba lentes de armazón gruesa y graduación elevada, su frente amplia anunciaba una prominente calvicie, su escaso cabello gris lucía como una sucia pelusa; me recibía con una sonrisa detestable que mostraba una hilera amarillenta de dientes.
Como si me conociera de muchos años, me invitaba a tomar asiento; advertí detrás de él muchos títulos y reconocimientos colgados sobre la pared, algunos de ellos lo destacaban como doctor especializado en problemas mentales. Sobre su escritorio había un cenicero con tres filtros de cigarros extinguidos, y un par de expedientes, reparé que uno era mío. Asumo que era mi currículo.
-Bienvenido Doctor Vázquez, el señor Ángel me ha hablado mucho de usted, es un gusto por fin conocerle ¿Cómo le ha tratado nuestra ciudad?
-No he tenido mucho tiempo de recorrerla, pero mi impresión es de que se trata de una ciudad acogedora.
-Bueno, somos una ciudad pequeña, pero le recomiendo visite el Museo Municipal de Barbacena, le agradará y conocerá un poco más acerca de nosotros y este pintoresco lugar.
-Lo tomaré en cuenta Doctor.
-Bueno, vayamos al grano, creo deberá estar interesado en las actividades a realizar. He leído su expediente y me siento complacido. Graduado en la Universidad Autónoma de Madrid, ha trabajado en el Instituto Psiquiátrico de Servicios de Salud Mental José Germain, así como en el sanatorio Hispanoamericano de Madrid, y un postgrado en la Universidad Europea de Madrid. Sorprendente.
-Gracias.-Le sonreía con timidez.
-Doctor Vázquez, no sé si se lo han explicado, pero en base a su experiencia requerimos apoyo en el tratamiento con los pacientes del hospital, nada que usted no sepa manejar. -Asentía ante los requerimientos de mi nuevo jefe -Una cosa más, mire, no sé cómo trabajaran en Europa, pero le pediría encarecidamente acoplarse a nuestra forma de laborar.
Esas palabras de Bahía me dejaron un halo de duda, aun no lograba comprender del todo a que se refería.
-Pero bueno, no le quito más su tiempo Doctor Vázquez, debe estar ansioso por comenzar, conocer las instalaciones y su nueva oficina. Al final del pasillo encontrará el área en donde se encuentra el enfermero Hélio. Dígale que va de mi parte, él le conducirá a su oficina.
Me dirigí a donde Hélio, un hombre alto y fuerte, la seriedad de su rostro resaltaba sus duras facciones. No intercambiamos muchas palabras, solo parecía desear cumplir la orden de llevarme a mi nuevo lugar de trabajo.
II
Cuánta razón tenía Ángel, ahora es que comprendía su preocupación, pero sus intenciones nunca fueron malas, era el único centro psiquiátrico de la ciudad y pensó en mi cuando supo de su existencia.
Un sin fin de brutalidades han desfilado frente a mis ojos desde mi llegada ¿Por dónde empezar?
Los enfermos están en pésimas condiciones, son golpeados constantemente por el personal que labora aquí, mayormente por los enfermeros. Muchos de estos pacientes están desnudos, y los que tienen prendas, son andrajosos harapos; la explicación de mi jefe es la falta de apoyo gubernamental. Todos los enfermos lucen sucios, no son aseados con frecuencia, (solo cuando en rara ocasión algún pariente se acerca y se les “presta” a los enfermos un juego limpio de ropa para evitar el reclamo de los familiares). Una manguera de presión que dispara chorros de agua fría se encarga de lavar sus descarnados cuerpos. La mala alimentación los ha hecho perder la poca grasa corporal que ya algunos aquejaban, he sorprendido a más de uno ingiriendo insectos y lombrices extraídas de la tierra.
Como les he comentado, la visita a los enfermos es casi nula, solo he presenciado dos, y cuando estos llegan tienen que hacerlo con previo aviso. Esto para maquillar los descuidos sobre el paciente, la visita se realiza en un cuarto que se encuentra en un área alejada de los horrores del sanatorio. Sospecho que la gente sabe que sucede, no son tontos, simplemente no les importa, ven a todos estos locos como gente sin posible compostura y reinserción social. Probablemente el Doctor Bahía tiene que ver en esto, en el silencio de los que visitan el hospital. La influencia de este personaje en la ciudad es impresionante.
La mayoría de los enfermos mentales eran gente sin hogar, muchos que vagaban por las calles de Barbacena, (eso explica la inasistencia familiar) también influye el hecho de que el alcalde buscaba limpiar las calles de Minas Gerias, los locos callejeros de la ciudad y de todo el Estado terminaban aquí.
Ha habido cosas que me han impresionado mucho. En una ocasión, un enfermo que padecía diabetes y al que conocían como “Matildo” fue a caer en una zanja dentro del patio del instituto. Sufrió una herida en la pantorrilla que no cerraba por su enfermedad.
Me encontraba con el Doctor Bahía, revisábamos los ingresos de pacientes de ese año cuando una enfermera robusta entró a su oficina y le solicitó su presencia en la sala de enfermería. Me pidió Bahía que lo acompañara. La sección de la enfermería del hospital estaba muy deteriorada, no tenían ni los productos básicos para limpiar y desinfectar heridas. Una vez que llegamos apreciamos a Matildo sentado sobre una camilla, de su cortada brotaba el líquido espeso del pus, pequeños puntos amarillentos ya caían sobre el suelo de la enfermería. Brener observaba la situación, se agachaba para ver la herida infectada de Matildo, se enderezaba y colocaba sus manos sobre la espalda baja, como meditando los hechos; buscaba la mirada de todos los ahí presentes, después dirigiéndose a la enfermera que le buscó en su oficina, le ordenó que cortara inmediatamente la pierna del paciente.
La enfermera no titubeó, intenté salir del cuarto pero la atenazante mano de Brener sobre mi brazo me impedía moverme del lugar, me sugirió quedarme para “desensibilizarme”.
Dos fuertes enfermeros (uno de ellos Hélio) inmovilizaban a un confundido Matildo, acto seguido la robusta enfermera se ponía en cuclillas y con segueta oxidada en mano empezaba a serruchar a diez centímetros por encima de la herida del loco; los gritos de Matildo retumbaban en los cristales del cuarto, sus lágrimas rodaban rápidamente por sus mejillas, el traje blanco de la enfermera mostraba salpicaduras de sangre fresca, sentía que el estómago se me revolvía.
Matildo terminaba extenuado y pálido, había perdido mucha sangre pero sobrevivió, las condiciones para él ahora eran complicadas, siempre me lo encontraba arrastrándose por el asqueroso piso del hospital.
La indignación que ese día experimenté me hizo plantarme enfrente del Doctor Brener, le escupí palabras fuertes reprochándole sus actividades, lo que me dijo fue determinante, con toda tranquilidad y frialdad, me expresó:
“Comprendo su ética profesional mi muy querido Doctor Vázquez, pero le recuerdo que usted firmó bajo compromiso de acoplarse a la forma de trabajo en este instituto, sé que nuestros métodos no le son bien recibidos, y comprendo se quiera marchar y denunciar los hechos aquí atestiguados, pero le diré algo: Si usted se larga o intenta reportar las actividades del hospital, me encargaré personalmente de que lo deporten y regrese a los estragos de su guerra civil. Créame, los intereses de este sanatorio son velados por gente muy importante de esta nación, no haga ni una estupidez, solo obedezca y podrá vivir tranquilamente en nuestro suelo”
Brener Bahía parecía siempre estar al pendiente de todo, me tenía en sus manos, si él deseaba apretar sus puños, podría aplastarme como a un insecto.
A partir de esos funestos sucesos mis funciones se iban aislando más a un sector administrativo, a veces no tenía conocimiento de lo que realmente sucedía con los pacientes. Hubo un tiempo en que los enfermos estaban demasiado inquietos, gritaban, se golpeaban, y reían incesantemente, esto molestaba a Bahía, ya los medicamentos estaban caducos y no mantenía dopados a los locos. Hélio se encargaba de someter a los pacientes más inquietos, eran llevados a una especie de calabozo, solo tenía un resquicio rectangular en donde podían respirar, el espacio era demasiado pequeño que tenían que permanecer de pie dentro del cuarto de castigo, a veces eran encerrados hasta por tres días y sin recibir alimentos, solo agua sucia.
Pero ni el calabozo se daba abasto con tanto loco desenfrenado en el sanatorio. El Doctor Bahía pensó en una solución más pronta para la cual requirió mi ayuda. Primero drogaban al enfermo al grado de dejarlo inconsciente, acto seguido era llevado a un cuarto de operaciones en desuso y con muy poca iluminación. Se le recostaba en una cama y Bahía aplicaba sobre el paciente el método Freeman; con un picahielos y un mazo de caucho martilleaba el picahielos en el cráneo apenas sobre el conducto lacrimal y lo movía hasta cortar las conexiones entre el lóbulo frontal y el resto del cerebro. Aplicaba lobotomías a todos los locos “violentos”. En poco tiempo teníamos hordas de verdaderos zombies caminando en las instalaciones del Berbecena.
III
Las cosas estaban realmente fuera de control, mi salud mental sentía que se mermaba. Mi silencio y manejo de voluntad hacían de mi existir un martirio, para empeorar las cosas Ángel había regresado a España en busca de su esposa quien había escapado del ejército de Franco, se dedicaba a prestar servicios médicos para su ejército, y había logrado eludirlos, semanas después me enteré que ambos murieron asesinados a tiros cuando embarcaban de vuelta a Brasil en el Puerto de Carboneras.
Nuevos pacientes llegaban al sanatorio. Me tocaba revisar los expedientes clínicos de estos. Uno de ellos llamó poderosamente mi atención, según la información de su expediente padecía del síndrome de Cotard (enfermedad que hace creer a la persona estar muerta en vida), una rarísima enfermedad que me motivó para examinar personalmente al paciente.
Escabulléndome de Bahía logré ubicar al hombre. Se encontraba rodeado de otros locos que lo picaban con dedos índices, él se defendía dándoles manotazos. Había sido despojado de sus ropas, solo conservaba sus interiores. Cuando me acerqué a él, trató de evitar mi mirada, se alejaba de mí; intenté darle seguimiento a su problema. Jamás respondía a las preguntas que le hacía, nunca vi en el síntoma de locura o padecimiento psicológico adverso, el pobre sujeto solo era mudo, y había ido a parar a esta sucursal del infierno.
Y así encontré muchos más, gente que no debía estar aquí cayó en este campo de concentración brasileño. Autistas, sordomudos, gente con síndrome de down entre otros llegaban día a día al sanatorio. La capacidad del instituto así como la comida era insuficiente. El doctor Bahía empezaba a eliminar a los más viejos y de menos importancia para él. Con algunos otros experimentaba nuevas formas de lobotomía, la mayoría fallecía en el instante. Escapé de un régimen, para formar parte de otro.
IV
No olvidaré el día que llegó un paciente singular al Barbacena, le conocían como Diabo, una lluvia espeluznantemente era el telón que develaba su entrada.
Su mojada presencia fue aterradora para mí, era un hombre alto, flaco y de raza negra, su semblante era pacifico, su rostro era delineado por unos pómulos grandes, y tenía unos ojos perversos. Su mirada era la de un orate.
Era escoltado por un enfermero, me comentaron que había asesinado a una familia cristiana en las afueras de la ciudad. No tenía familiares conocidos, no había registro de él, era como si hubiera aparecido de la nada en este punto del mundo.
Él era de esos pacientes a los que si tenía acceso por tratarse de un problema mental serio, los demás no pasaban por mi revista, eran indigentes o enfermos abandonados en un arte de limpieza social.
En mi exploración verbal y visual al paciente, observé en él total indiferencia hacia mi persona. Sospechaba que era otro sordomudo, parecía no tener conocimiento de los abominables hechos que había cometido. O simplemente parecía no importarle.
No fue enviado a la prisión por estar en una condición mental inestable, su locura lo salvaba de ser despedazado en la cárcel municipal, aunque aquí en el manicomio tampoco tenía muchas esperanzas de vida, tal vez se convertiría en el conejillo de indias de Bahía.
Desde el arribo de Diabo noté que los demás locos le temían, algunos entraban en crisis nerviosa cuando este se acercaba, pocas veces lo vi ingerir alimentos, y cuando era apaleado por los enfermeros jamás le vi gesticular rictus de dolor. A los pocos días ya andaba en condiciones deplorables, lucía sucio y harapiento. Una barba negra empezaba a poblar su mandíbula.
En una ocasión Hélio ordenaba a gritos a los locos alejarse de la barda, entre ellos Diabo, quien estaba en una posición un poco incomoda. Estaba parado solo sobre su pie izquierdo, mientras que el derecho lo tenía recogido; poco a poco los orates empezaban a dispersarse, menos el asesino de la familia cristiana, este estaba dándole la espalda al enfermero, miraba fijamente la barda a una distancia sumamente reducida. El personal sanitario usaba una barra de metal para golpear a los enfermos, pude observar como Hélio la empuñaba con fuerza, levantaba su brazo para dejarla caer sobre la humanidad del nuevo inquilino, cuando un grupo de locos se abalanzó sobre él, tumbándolo al suelo, atacándolo, arañando su rostro, mordiendo sus extremidades, mientras que Diabo seguía inmóvil en la misma posición, parado sobre su pie izquierdo, mirando al muro. Logré quitarle a Hélio el grupo de orates que tenía encima, lo dejaron sumamente herido; Diabo permanecería en esa posición el resto del día. Estaba en estado catatónico, lo que no me pude explicar, fue la reacción de los demás pacientes ¿Por qué querrían proteger a Diabo?
V
Las guardias nocturnas en el Berbecena eran la sumersión al mismísimo infierno, hacer rondines era imposible, los locos andaban sueltos, muchos de ellos se atacaban y mataban entre sí, al día siguiente los enfermeros se llevaban los restos del orate perdedor.
El hospital lucía sombrío y aterrador de noche, los locos escribían mensajes perturbadores sobre las paredes del mismo, con trozos de carbón, sangre o restos fecales, escribían atrocidades como: “Mi casa, mi infierno” “Ellos matan cada centímetro de mi” “Violaré tus restos mortales”.
En estas guardias era preferible permanecer la mayor parte del tiempo encerrado bajo llave en mi oficina. Podía escuchar los gritos y carcajadas de los dementes, sus lamentos, sollozos y demás ruidos escalofriantes que no descifraba. Pero esa noche no solo escuché gritos. Sobre mi escritorio había unos documentos y registros de pacientes que estaba revisando, fue entonces que la manija de mi puerta se empezó a mover, primero suavemente, después con más fuerza hasta dar fuertes sacudidas. Me asusté demasiado, pregunté por los enfermeros, sabía que no eran ellos, pensé que un demente quería entrar en mi despacho, empecé a gritar a ese alguien que se alejara. Me acerqué con demasiada prisa a detener el movimiento salvaje de la manija, justo antes de tomarla, cesó.
Estaba helado, no sabía qué hacer, abrir la puerta era demasiado peligroso, había decidido esperar despierto toda la noche, cuando una voz del otro lado de la puerta se dirigió a mí.
-¿Doctor Antonio Fernando Vázquez?- Nadie me hablaba por mi nombre completo.
-… ¿Sí? ¿Quién eres?
-¿Acaso importa? Bastece con saber que soy uno de sus pacientes. He venido a darle un mensaje de su amigo Ángel.- La sangre se me subió a la cabeza cuando oí eso, la piel de la nuca se me erizó. ¿Cómo sabía un loco acerca de alguien del que ni he comentado? El único sabedor de mi difunto amigo era Brener Bahía.
-¡¿Quién es usted?! ¿De qué me está hablando?
-Él está aquí conmigo, dice estar apenado y arrepentido por haberlo metido en esta situación, ni se imagina como está sufriendo. Su único consuelo, es que ahora él está viviendo su propio infierno.
-¡Lárguese! ¿Qué clase de broma es esta?
-¿Doctor?... ¿Le gustaría ver a Ángel por última vez? –Esa propuesta hizo a mi corazón acelerar, ni siquiera el Doctor Bahía sabía de la muerte de Ángel, me quedé mudo, las palabras no salían de mi boca.
-Comprendo Doctor, sé qué le es difícil asimilar lo que escucha, pero no se preocupe, él entiende. Ángel le deja un obsequio para cuando se anime a salir, lo colocaré en el suelo junto a la puerta.
Empecé a llorar en silencio, halaba aire desesperadamente mientras cubría mis ojos con las manos, caía en cuclillas recargándome sobre la puerta, sollozaba el nombre de mi amigo muerto.
Me quedé ahí sentado hasta que amaneció, los primeros rayos de sol alumbraban naturalmente mi oficina, estaba agotado de mi horrible guardia, me levantaba completamente entumido de mi posición, seguía con la espalda pegada sobre la puerta, recordaba las palabras del extraño en la madrugada, “algo” estaría en el suelo del otro lado de la puerta, me decidí y de un solo golpe, me di la vuelta y abrí la puerta.
Enfrente de mí, sobre el piso, había un par de esferas terapéuticas chinas.
Pregunté esa mañana si alguien del personal que hizo guardia conmigo se había dirigido a mi oficina en la madrugada, todos lo negaron. El incidente llegó a los oídos del Doctor Bahía, quien manifestó su asombro ante los hechos acontecidos.
Jamás encontré respuestas a lo que viví, cabe decir también que nunca volví a ver a Diabo, desde esa noche se esfumó de mi vista, no sé si lo asesinaron en esa madrugada o sí fue usado como experimento para las lobotomías de Brener Bahía.
Lo único que me hace drenar lo vivido, y a sobrellevar el infierno que significa para mí trabajar en el Hospital Psiquiátrico de Barbacena, es utilizar las esferas terapéuticas de Ángel.

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