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Cruel Penitencia

  • Foto del escritor: Pedro Creo
    Pedro Creo
  • 18 mar 2019
  • 4 Min. de lectura

Artemio Pinto es presentado ante la juez en los tribunales del Estado, está esposado de las manos y escoltado por dos fornidos guardias; pese a ser un anciano de ochenta y un años es tratado con precauciones tal como si fuera una bestia salvaje.


Sus ojos rodeados de pliegues arrugados chocan con la mirada de la servidora pública. Artemio cierra sus parpados esperando escuchar la sentencia, y en ese cerrar de ojos, recuerda los hechos que ahora lo traían a esta funesta instancia.


Hace cerca de cinco meses, Artemio y su mujer descubrían que la casa que les habían regalado sus hijos por motivo de sus bodas de oro, tenía un pequeño desperfecto.


En el cuarto de depósito se encontraba un hueco sobre la pared del mismo, éste estaba cubierto por maderas podridas a causa de la humedad y el tiempo, a su vez, el parche del hueco estaba escondido detrás de un mueble olvidado por los antiguos dueños. Ni los hijos de la pareja de ancianos ni el agente de bienes raíces había reparado en el imperfecto del inmueble, era simplemente como si no existiera para ellos, esperando a ser descubierta por Artemio.


El anciano, explorando el nuevo hogar encontró éste pequeño detalle. Con sus herramientas domésticas quitaba los rancios maderos de la pared, dejando a la vista un obscuro hueco del que emanaba un aire frío y mal oliente.


Artemio iluminaba con una linterna el interior del agujero, escuchaba al aire rugir desde el fondo y pensaba que el olor se producía a causa de una rata muerta, la buscaba con el rayo de luz que producía su linterna, y a su vez escuchaba algo; un susurro incomprensible, creía escucharlo desde el fondo del agujero. El llamado de su esposa para acercase a cenar lo alejaba de su curioso descubrimiento.


Toda la noche resultó ser tortuosa para el viejo, sentía el frío maloliente del agujero dentro de la alcoba, el sonido de ráfagas de aire saturaban sus oídos, voces que emanaban de la pared rota hacían eco en su cuarto.


Conciliar el sueño fue imposible, Artemio guardó silencio en cuanto a lo vivido esa noche, temía que su mujer lo considerara un enfermo mental y senil.


Una vez fuera de la cama el viejo volvía al cuarto de depósito, observaba el agujero en la pared, su negrura y aspecto tétrico le inquietaba, sentía la brisa fría que salía de él, escuchaba el aire, creía oír un susurro que no alcanzaba a entender.


Su esposa lo notaba raro, sabía que algo le pasaba y que en ella estaba poder ayudarlo, Artemio evadía sus preguntas, respondiendo con un seco –Me estoy adaptando.


Ese mismo día y desde muy temprano, Artemio cayó rendido de sueño, se retiró a dormir sin siquiera esperar la cena.


Un frío intenso lo despertaba en la madrugada, vaho abundante emanaba de su boca; volteaba a ver a su mujer quien dormía plácidamente sin mostrar señales de reparar en el enfriamiento repentino.


Un ruido lejano se oía, era el susurro que había escuchado anteriormente, aun no lograba entender lo que estas palabras inentendibles le decían, pero algo seductor encontraba en esta voz. Sintió la necesidad de volver al cuarto de depósito, tenía la esperanza de poder comprender mejor si se acercaba al origen del ruido. Cada paso que daba la voz crecía en fuerza, mas no en claridad, bajaba las escaleras haciendo chirriar los escalones, se tomaba del pasamanos con cuidado mientras observaba desde su posición la puerta del misterioso cuarto, esta se abría lentamente, como invitándolo a entrar.


Artemio no titubeaba, se adentraba a la obscuridad de la habitación, halaba la cadenita que encendía la bombilla, y aparecía ante él ese agujero, un susurro emergía de su interior. Esta vez lo entendía. Era su nombre.


Se colocaba de rodillas lentamente enfrente del hueco, lo observaba de cerca, sentía como el aire frío le golpeaba el rostro, un aroma se mezclaba con la ráfaga helada, le recordaba al olor de huevos podridos, arrugaba la nariz en respuesta al asco que esto le provocaba, y escuchaba una vez más, no podía estar equivocado.


-Artemio.


Un ojo bañado en cataratas se asomaba en el hueco, Artemio se iba de espaldas cayendo sentando sobre sus nalgas, se levantaba torpemente, ignorando el dolor de sus articulaciones, se disponía a escapar apresuradamente del cuarto cuando la puerta se cerró de golpe; Artemio hacía girar el pomo de la puerta sin éxito, la golpeaba con el hombro, gritaba de horror.


La amarillenta luz del cuarto parpadeaba, la visión se ennegrecía y se aclaraba, Artemio miraba a su alrededor, advertía en la esquina de la habitación un atizador recargado sobre la pared, el anciano se aferraba a este para defenderse de lo desconocido.


El bombillo reventaba dejando caer finos pedazos de vidrio sobre su humanidad. El viejo sollozaba en la obscuridad, empuñaba el atizador con fuerza.


La puerta del cuarto se abría lentamente haciendo crujir sus goznes, una suave luz se colaba en la habitación, así como un lúgubre susurro.


-Artemio.


El anciano se precipitaba violentamente hacia la salida; levantando su arma improvisada, dejándola caer con fuerza sobre el cráneo de su esposa quien emitía un ahogado quejido. La mujer del viejo caía fulminada del mortal golpe, una mancha de sangre empezaba a correr por la alfombra sucia de la casa.


Minutos más tarde la policía llegaba a casa del matrimonio longevo, retiraba de su interior a un anciano esposado que gritaba a todo pulmón – ¡Sáquenme de esta casa por favor! ¡Está maldita!

Artemio abría los ojos de nuevo, tenía de frente a la jueza que aclaraba su garganta antes de dar a conocer su resolución:


-Bien, las pruebas presentadas son suficientes para imponer una condena de veintinueve años de prisión al ciudadano Luis Artemio Pinto Andujar, pero a petición de su abogado de oficio y como lo establece el código penal en su apartado para la aplicación de penas y castigos, se concede al condenado cumplir su castigo bajo la modalidad de arresto domiciliario o cárcel en casa.


Artemio se derrumbaba desde su posición, dibujando en su rostro una mueca de desesperación, sus labios temblaban tratando de decir algo, cerraba una vez más sus ojos, dejando escapar gruesas lágrimas que resbalaban sobre sus mejillas. El miedo se cernía una vez más sobre él.

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