Cartas A Ti
- Pedro Creo
- 19 mar 2019
- 25 Min. de lectura
Desperté muy temprano como casi todos los domingos para ir a trotar, ritual que difícilmente despojaré de mis fines de semana. Traté de no despertar a Jenny, anoche salió tarde de su turno en el restaurante y en un par de horas necesitaba volver al trabajo. Realicé con éxito movimientos sigilosos para salir de la cama sin ser descubierto. Antes de enfundarme en mi ropa deportiva, bajé a prepárame una enorme taza de café. Aun en pijamas y con el cabello revuelto, abrí la puerta principal para dar el primer respiro profundo de aire de aire fresco, llevándome esta acción a desempolvar un viejo recuerdo. Encontré ante mis pies la conmemoración de un evento que aún me cimbra y llena de inquietud. Me agaché lentamente para recoger el diario “calientito” que yacía en el tapete de entrada. El encabezado me golpeaba como una bofetada inesperada. Un reportaje y una sección suplementaria acerca del quinto aniversario del asesinato sin resolver de Adam Frederick. Mi entrañable amigo, y con el cual compartí sus últimos momentos.
Leer el detallado trabajo de investigación redactado por la señorita Folling, me trajo a mi estudio en casa. Mis desgastados tenis “nike” se quedaron en el closet este domingo, pues he resuelto suspender mis actividades deportivas y escribir algunas líneas para mantener vivo el recuerdo de mi querido amigo. Se han dicho tantas cosas acerca de su muerte pero nunca se han acercado siquiera a los hechos. El expediente fue congelado ante la falta de evidencias y aunado a esto, se vio opacado por el brutal caso del asesino del Long Island. Antes de olvidar los hechos por completo, trataré de revivirlos con este escrito que aún no me queda claro si publicaré o conservaré para mi lectura.
Adam Frederick fue un hombre que conocí hace más de quince años cuando trabajábamos juntos en la oficina del departamento electoral de la ciudad, nuestras personalidades introvertidas se atrajeron mutuamente y encontraron cálido reposo en las poco convencionales charlas acerca de viejos films de la Universal y el pésimo servicio del Starbucks en la esquina Prince.
Ambos, hombres solitarios y poco atractivos para el sexo opuesto, forjamos una complicidad con tintes de apoyo moral ante los fracasos amorosos. A veces nuestra amistad entraba en recisión cuando alguno encontraba una rareza de cita. Nos alejábamos pero jamás nos ausentábamos. Sabíamos en donde encontrar apoyo ante el inminente desenlace de cualquier aventura amorosa. Esperando con los brazos abiertos y un paquete de cervezas, listos para cerrar un capítulo más.
Adam, sin embargo, había tenido una experiencia más cercana a lo que podría llamarse matrimonio; compartió departamento durante año y medio con Susan Folling, periodista del diario local, mujer obsesivamente trabajadora y talentosa pero poco atractiva. El inesperado rompimiento afectó muchísimo a los dos, siendo mi amigo quien determinó no continuar con la relación al sentir, como alguna vez me confesó, falta de interés sexual por ella. Esto hizo que Susan cayera en fortísima depresión. Adam sintió gran culpa y pena por ella; que cuando consideró que su compañía no le lastimaba lo suficiente, trató de acercarse para enmendar el daño ocasionado. No dudo que en algún momento la haya dejado de querer, pero no como pareja. Eso estaba claro.
Los años pasaban y nos iban inevitablemente consumiendo, parecía que aceptábamos nuestro cruel destino en la fría soledad. Yo estaba más que conforme y feliz con mi estado civil, consideraba la invasión de mi espacio un ultraje a mi privacidad y había comprendido que nadie jamás iba a descifrarme (eso hasta poco antes de conocer a Jenny). Por lo que encontré conveniente renunciar a la búsqueda de pareja, teniendo solo aventuras amorosas sin compromiso. Dediqué más tiempo a mis proyectos y al disfrute de mi persona, realizaba actividades que antes solo eran sueños carentes de valor para llevarlos a cabo. Por el otro lado, Adam parecía más afectado por esto. Se acercaba a los cuarenta y mostraba necesidad de compañía femenina. Me platicaba de su gusto por una mujer que trabajaba en un restaurante de la calle Pinewood, una mesera que le atendía cada mañana antes de ir a trabajar a la universidad en donde impartía clases de ciencia política.
Cuando más necesitaba confianza en sí mismo, esta suerte disparatada parecía jugarle irónicas burlas; empezaba a perder cabello y a aumentar de peso; esto mermaba su ya raquítica seguridad. Se mostraba retraído y falto de valor para invitar a salir a la mujer de la calle Pinewood. Pronto con pena me confiaba que alguien más se había adelantado en sus intenciones. Un nuevo fracaso, un lugar menos para ir a tomar el desayuno.
Adam no supo manejar la frustración de la derrota y comenzó a fastidiarla con recurrentes invitaciones, realmente me sorprendió su comportamiento y lo invité a alejarse de esta tóxica conducta. Le tomó algunas semanas levantarse de su tropiezo pero estuve ahí para él, como siempre.
En una de las muchas visitas que realizaba a Adam para cuidarlo, logré advertir en él un repentino y súbito cambio en su estado de ánimo. Pude ver sobre su sofá algunas revistas de variedades regadas y abiertas en las páginas intermedias. Notó en mi rostro una pregunta que no me animaba a soltar; arrastró una silla de su comedor y empezó a hablar de su nuevo intento por encontrar a esa “compañera”.
Adam halló en una de esas revistas que gustaba comprar, un anuncio de “amigos por correspondencia para gente solitaria”, motivado por el hecho de refugiar su detestada identidad detrás de letras y sobres; fue que se animó a mandar sus datos a la publicación. Leyó testimonios muchos de personas que habían encontrado el amor en esa red de correspondencia. Debido a esta nueva oportunidad, pude observar un brillo de esperanza en sus ojos. Dios, me duele tanto remembrar esto.
No pude más que alentarlo y arengarlo positivamente ante esta última perfidia de amor. Pronto, la súbita alegría tomaba matices opacos al no recibir respuesta de posibles interesadas en sus datos. La mecánica de este sistema de corazones solitarios, era un proceso selectivo femenino, en donde solo ellas podían optar entre los candidatos, al de su gusto e inclinación sentimental. Esto, para proteger a las féminas de posibles acosos; solo ellas tenían el poder de elegir a su amigo por correspondencia.
Solo que Adam, con un historial pobre y derrotista en cuestiones del amor, parecía imantar al fracaso y se preparaba para coleccionar una nueva decepción. Pronto, (imagino por vergüenza) dejó de mencionar el tema y duplicó su introversión. Debo confesar, extrañé su amistad, pues esto lo apartó abruptamente de mí.
Se refugió en su soledad y no pude sacarlo de ahí, este último fracaso parecía ser el que le señalaba el camino de su eterna desventura amorosa. Moriría solo y eso le aterraba.
Un miércoles de septiembre pasé a visitarlo pues tenía la corazonada de que mi amigo estaría mejor y su ánimo recuperado; recuerdo que el infeliz portero del edificio en donde tiene su departamento me comentó con risa sardónica que Adam lucía diferente. Me abrí paso hasta el ascensor y oprimí el número de piso en donde vivía. Antes de tocar la puerta de su departamento, él ya estaba abriendo la misma para hablarme por primera vez del nombre que le traería muerte. “Madelyn”.
Una seguidilla de tres cartas había llegado hasta su domicilio, una mujer que se presentaba como Madelyn Carol, contestaba con emoción y gusto de haber encontrado a un hombre de sus características. La dama en cuestión expresaba ser una fotógrafa profesional radicada en el condado vecino, de 37 años, separada y sin hijos. Compartían gustos por la novela de misterio y ficción, así como del nuevo cine de Stanley Kubrick. En la primera de las tres cartas, hablaba acerca de ella y su descripción física, en la segunda se podía leer entre líneas el interés que ella encontró en la persona de Adam, así como algo de información que pudo habérsele pasado en la primera carta, y en la tercera, solo explicaba lo terrible de su día y lo difícil que es encontrar un café decente en el condado vecino.
Esa noche ayudé a mi amigo a redactar una enorme replica para su conquista por correspondencia, pude ver como la tinta del papel se corría por el sudor excesivo de sus manos. Estaba feliz de tener a Adam de vuelta. Y si, lo admito, un poco molesto por perder su atención.
Pronto, el constante flujo de cartas entre ambos se volvió cotidiano. El no dejaba de hablar de Madelyn, incluso sus estudiantes sabían de ella, y algunos, se mofaban de él. Nunca falta el chico listo que desea cruzar la línea y de los cuales, hablaré más adelante.
El atesoraba una foto de la supuesta Madelyn, mujer rubia de sonrisa blanca y amplia como de comercial de pasta dental. A veces me leía sus cartas. A veces me leía lo que le iba a contestar. Una noche, lo recuerdo muy bien, llovía a cantaros; y tal vez sería la nostalgia y deseo que trae consigo ese tipo de clima, pero asumo que esto motivó a Adam pedirle que se conociesen en persona, tenían ya más de cuatro meses enviándose correspondencia y sentía la gran necesidad de conocerla, obviamente esto le aterraba, sufría por un posible “no” como respuesta. En aquella ocasión, le ayudé a redactar la invitación.
“… conciliar el sueño últimamente ha sido difícil para mí, pues cada que coloco mi cabeza sobre la almohada, un pensamiento se esparce y no me da tranquilidad. Quiero dar el siguiente paso, deseo tanto conocerte en persona ¿Sería posible visitarte y tener una cita?”
Esa noche me ofrecí en llevar la carta a la oficina postal, Adam sabía que mi primo trabajaba en las oficinas del condado vecino y que los escritos estaban en buenas manos. Fue a partir de esta carta que las cosas empezaron a complicarse dramáticamente. La respuesta de Madelyn tardó, fueron largas dos semanas que mi amigo sufrió con desesperó, preguntaba constantemente al portero acerca de la correspondencia, y este negaba burlonamente con la cabeza.
Las lluvias de octubre deprimían más a Adam, eran pronóstico poco optimista de otro mes frío y solitario; hasta que por fin, como respuesta a desesperados ruegos, el objeto de sus suplicas hacía su aparición. Después de una siesta prolongada para aliviar su desánimo y antes de las dos de la mañana, una carta mojada yacía sobre la mesa del comedor. La abrió con desesperación y empezó a leer lo que ella contenía.
“…nada me haría más feliz que conocerte, pero debo reconocer que aún no me siento lista para dar ese paso. Que te parece si seguimos conociéndonos por este medio, y así, algún día podremos vernos y tomarnos esa tan esperada taza de café… estoy más cerca de ti de lo que tú crees”
Esto rompía el corazón de Adam nuevamente, no podía entender tanta maldición en el rubro sentimental. Aun así, poco le duró el sabor amargo del rechazo, pronto sus latidos lastimeros cambiaron por fuertes pulsaciones que reventaban su pecho, tanta fue su concentración en las letras que no reparó en pequeños detalles que daban un toque macabro a la entrega de esta última carta. Ahora que la serenidad volvía a sus sentidos, se cuestionó lo siguiente:
- ¿Quién entró a mi domicilio y puso la carta en el comedor?
-¿Quién entrega correspondencia en altas horas de la noche?
Asumía que el sobre había sido colocado recientemente en la mesa por encontrarse aun húmedo. Con angustia buscaba alguna pista que diera respuesta a tan aciaga sorpresa, cuando en una reacción de vil asombro, Adam me relató el sentimiento horrido de su piel erizándose ascendentemente, al ver marcas de lodo que daban forma a la suelas de unas botas saliendo del closet de su sala-comedor. Pisadas con dirección hacia la puerta principal, hacia la salida del departamento. Alguien había pasado parte de la noche en el closet, observando, esperando el momento justo para dejar la carta. Adam recordó haberse levantado a orinar en una hora indeterminada. Pudo haber sido en ese momento en que el visitante se haya escondido al escuchar ruidos. Pero ahora se cuestionaba con pasmo y enojo: ¿Cómo pudo entrar?
Recibí su nerviosa llamada al amanecer y entramos en alerta, no me presenté a trabajar alegando malestar y me dirigí a toda prisa a su departamento, aún quedaban unas débiles marcas de las suelas sobre la alfombra. Me acerqué al closet y lo abrí de par en par, los ganchos con ropa estaban corridos hacia los costados. Adam me miró con ojos saltones, le pedí calma y le acompañe a sentarse, llamé a la policía y pronto fueron al lugar. Se entrevistaron con los posibles sujetos que pudieron irrumpir en el domicilio.
El portero alegó no percatarse de nada extraño esa noche, la lluvia tampoco le permitía moverse con facilidad de su sitio. Afirmaba con vehemencia no haber visto a nadie entrar pues estaba muy oscuro; aunque, después de ejercer presión los oficiales, confesó haberse quedado dormido de 1:00 a 2:00, 2:15. Rogó no ser delatado. Se entrevistaron con conserjes e inclusive el dueño del edificio. Nadie dio respuesta aclaratoria. Los policías prometieron estar alertas y dar rondines en la zona, sus palabras conciliadoras fueron que no pasó a mayores. Antes de irse los oficiales, le preguntaron a mi amigo acerca de la carta. ¿Quién la había enviado? La respuesta de Adam fue “mi madre”, habrá dicho esto para evitar la engorrosa y embarazosa explicación de las cartas por correspondencia, o por querer proteger la identidad de Madelyn. Los azules se encogieron de hombros y se retiraron con una sospecha de tomadura de pelo.
Lo miré inquisitivamente y el silencio fue su respuesta. Le pedí salir del departamento para platicar del tema, lo cuestioné tratando de hacerle ver el peligro que esto acarrea, nadie sabía con exactitud si Madelyn era una loca de atar, o peor aún, si era otra persona. Era evidente que a Adam le costaba trabajo aceptar esa idea. Le pedí se mantuviera alejado de cualquier posibilidad de contacto con su misteriosa amiga por correspondencia.
Ocupamos el resto del día en distraernos de su agitado comienzo, visitamos lugares que nos devolvían a nuestra juventud y evocaban viejas anécdotas que parecían olvidadas; reímos con fuerza como hacía mucho tiempo no lo hacíamos. A ratos, y cuando parecía que los nervios se destensaban, tratábamos de adivinar la identidad del remitente de las cartas; por alguna extraña razón pensamos coincidentemente en el portero, su raro comportamiento y posibles tendencias homosexuales lo hacían un blanco fácil para pensar que este estaba obsesionado con mi amigo, además de la facilidad de tener acceso a todos los departamentos del edificio. Este tipo de comentarios hacían sentir un poco culpable a Adam, pues pese a que el tipo no era de nuestro agrado, nunca pensamos que él sería capaz de realizar un acto de tan mórbida índole. Estoy seguro que cuando Frederick hacia sus prolongados silencios, pensaba inevitablemente en Susan.
En la noche, de regreso al departamento y ya con los ánimos asentados, pude platicar mejor con él acerca de un par de alumnos que le traían incomodos problemas, no todos veían con ojos de ternura el acto desesperado de su maestro, algunos simplemente buscan reír enloquecidamente bajo cualquier pretexto. Una chica del sur condado, de nombre Mildred, lo aconsejaba y alentaba en su práctica por correspondencia, sugerí no dejar que sus pupilos cruzaran esa línea de confianza, pero la testarudez de Adam y sus fantasías lolitas nublaban su profesional juicio.
Cuando nos acercábamos al número de su departamento, reparé como Adam perdía el aliento al encontrarnos la puerta de su vivienda entreabierta. Sugerí a mi amigo ir a donde el portero, pero este rechazó mi sugerencia. Un sentimiento de estúpida bravura se apoderó de él y solo me pidió cuidar su espalda. El chirrido de los goznes oxidados de la puerta taladraban nuestros oídos, esperando a que en la sala se encontrara la loca de las cartas, o peor aún, la pesadilla de cualquier ingenuo acechándonos con un hacha. La oscuridad dio paso a la claridad cuando Adam encendió la luz. Todo estaba en su lugar, recordábamos haber cerrado bien la puerta, aunque todos eran vagos y difuminados recuerdos.
Adam apretó mi brazo con fuerza, sentí como sus dedos en forma de tenaza cortaban mi circulación. Marcas de légamo en la alfombra se dirigían a su cuarto. Su respiración se detenía, y realizaba una mueca de susto que hasta a mí me horrorizó. Tomé un atizador mientras que mi querido amigo entraba y salía de la cocina con un cuchillo de hoja gruesa.
Adam se adelantaba y de una patada abría la puerta de su recamara, el sonido de la puerta abriéndose violentamente nos hizo pensar que algo se movía en el interior. Volteábamos a ver en todas direcciones. Abríamos closets y buscábamos debajo de la cama. La excitación del momento casi hacía que ignoráramos un detalle delicado frente a nuestra vista. Una carta sobre la almohada. Papel arrugado, sobre maltrecho con estampilla postal del lado izquierdo y el mismo remitente.
Iba en dirección a tomar la carta, pero Adam me pidió no tocarla, e ir por la policía. Sabíamos que no resolveríamos nada esa noche, el cielo empezaba a desgarrarse una vez más anunciando lo tétrico que podría ser. Permanecí con él toda la madrugada, observando la carta; discutiendo si debíamos o no abrirla. Esta tonta discusión nos hizo casi olvidarnos de revisar en cada rincón del departamento e indagar la posible compañía de un psicópata. No paramos hasta que Adam quedó satisfecho y seguro de que nadie más estaba ahí. Yo me encargué de la sala y él de los cuartos y la cocina. Bebimos café hasta el amanecer. Al día siguiente no había labores, al parecer era feriado, no lo recuerdo muy bien, eso nos permitió darnos el lujo de pasar la noche en vela.
Después de discutirlo reiteradamente, dispusimos ir a la comisaria a dar parte de los infaustos hechos. Habíamos abandonado el departamento y dirigido nuestros pasos hacia la jefatura, cuando abruptamente la patrulla 032 de los oficiales que nos socorrieron anteriormente nos interceptó, detuvo nuestro andar y sin motivo aparente nos dieron un trato hostil, como si fuéramos un par de delincuentes extranjeros.
Adam explicó los nuevos hechos a los oficiales, dando detalle de la situación que lo llevo a vivir este horrido pasaje. Los calvos oficiales se miraban entre sí. – “Había dicho que eran cartas de su madre.” Mi amigo tragó un grueso de saliva, enredó dos o tres palabras antes de que los oficiales con tono amenazante le pidieran que se metiera las cartas por el culo. –“No nos hagas perder nuestro tiempo, ya nos hiciste investigar y dar rondines imbécil; conocemos a algunos negros roba-casas que nos deben favores y podríamos pedirles que se cobren uno de ellos con ustedes, lárguense culos gordos”.
Ni siquiera lo pensamos, nos alejamos inmediatamente. En el camino y a trompicones nos encontramos con el cartero de la zona, un hombre adulto que ya pintaba canas laterales, pocas veces lo frecuentábamos, siempre entregaba correspondencia cuando estábamos en horario laboral. Adam preguntó por las cartas que él había entregado previamente en su domicilio, dando sus datos, dirección y señalando el edificio en donde radicaba.
Habrán sido los ojos de loco que profirió mi amigo, el cartero parecía sudar de más en una nublada mañana. Una voz apenas audible y dubitativa, le respondía negativamente-“La única correspondencia que le he entregado últimamente son sus facturas… no he entregado cartas personales en esta zona…”
Antes de que le tomara por el cuello del uniforme al empleado postal, la patrulla 032 hacía brillar su torreta a lo lejos, dándonos a entender que se encontraban con un ojo sobre nosotros. Adam estaba al borde del derrumbe, regresamos a su departamento solo por algunas cosas, pues sugerí que lo mejor era que pasara la noche en mi casa; en una maleta guardó mudas de ropa y salimos a toda prisa, asegurándonos de cerrar bien la entrada del apartamento. Traté por todos los medios y como todo buen compañero de distraerlo de las rudas jornadas vividas. Una vez instalados en mi hogar, fumamos un poco de hierba para relajar sus nervios, tratábamos de llegar a una conclusión. Por la mente envenenada de Adam cruzaron varios nombres, antiguas rencillas y posibles conexiones. Estábamos en un callejón sin salida, y cabía también la posibilidad de no haber tenido contacto previo con el hostigador(a), sino simplemente ser víctima de una mente lunática.
De entre sus ropas, Adam sacó con manos telúricas el sobre que habíamos visto sobre la cama, lo había cogido y estaba dispuesto a abrirlo, nuestras conciencias intoxicadas no reparaban en el miedo sino en la saciedad del morbo. Con dedos torpes mi buen amigo abrió el envoltorio para sacar el mensaje que este contenía. Era unas fotos instantáneas polaroid, tres exactamente, una tomada desde el interior del closet de la sala, se podía inferir eso por las pequeñas rendijas que forman la vistas. La segunda era a los pies de quien las tomó, calzaba unas botas de goma del tipo impermeables. Y la última era en el cuarto de Adam, una foto de él, recostado y de espaldas. El intruso no se aventuró a tomársela de frente por el destello del flash.
Mi amigo empalideció dramáticamente dejando caer las fotos que débilmente sostenía, fue demasiada su impresión que lo llevé a la recamara de invitados para que se recostase; me quedé con él hasta que fue derrotado por el cansancio, durante la madrugada no dejaba de balbucear nombres y de dar pequeños sobresaltos que lo devolvían a la alcoba. Me quedé inevitablemente dormido en una silla, a lado de su cama. Al día siguiente desperté naturalmente para incorporarme a mis labores de oficina, advertí que Frederick había salido, dejó una nota agradeciendo las atenciones para con él y avisándome de su partida a la universidad.
En todo el día me quedé pensando en los detalles y posibles enlaces que Adam encontraba con su fustigador; podía comprender el miedo que el sentía y las ganas de esclarecer los hechos lo antes posible. Es tan evidente como cuando se pretende conocer la causa de una enfermedad inexplicable, el ansia y el estrés a lo desconocido termina enfermándole más que el padecimiento mismo. En tan solo unos días, Adam Frederick perdía peso, color y cabello de manera alarmante.
Ese día saliendo del nuestros lugares de trabajo, en la hora del almuerzo, coincidimos en la cafetería del centro. Frederick lucía paranoico, entró al lugar volteando constante y nerviosamente, a una mano le hacía señas para que me viera, acercándose me soltó –“Los policías, me encontré con ellos en mi camino, me estaban siguiendo de cerca en su patrulla, pude oírlos como reían burlonamente…” Miré por la ventana y estaban estacionados a una cuadra, portaban sus gafas de sol tipo aviador, uno de ellos fumaba mientras que el oficial al volante parecía comentarle algo a su compañero, sus blancos y grotescos rostros eran visibles aun a la distancia. No podría definir si nuestras miradas coincidieron, las gafas no me permitían verle bien, pero lo cierto era que miraban hacia nuestra dirección. Acto seguido se marcharon lentamente. Las facciones de Adam se destensaban. Se hizo un silencio y comenzó a hablar atropelladamente.
“Madelyn, no es real, o cuando menos no es quien dice ser, hoy en clase, uno de esos chicos que se burlaban de mi por lo de las cartas, estaba muerto de risa en la parte trasera del salón. Los pillé con el objeto de sus risotadas. Era una hoja arrancada de una revista, en ella estaba la propaganda de una pasta dental, no recuerdo el nombre. El punto es, que una modelo posaba en ella. Era la supuesta Madelyn, en la misma postura que en la foto que me mandó…” “…arrebaté la hoja y les reprimí severamente, uno de ellos, de nombre Scott, me miraba fijamente preguntándome por Madelyn, hubieras visto esos ojos, no le podía sostener la mirada, era demasiado incomodo… la otra, de nombre Franky, reía cada vez más fuerte, que el resto de la clase comenzó a asustarse, no era una risa natural. He oído que ambos están castigados y serán suspendidos… nunca les había mostrado la foto a los muchachos de mi grupo, ¿Cómo supieron entonces que era “supuestamente” ella?”
Le pregunté por el lugar en donde guardaba las cartas y la foto, respondiéndome que algunas estaban depositadas en su departamento, mientras que las más nuevas en el salón, en uno de los cajones de su escritorio. Ver la foto de ella le relajaba en las épocas más saturadas de trabajo, decía. Ahora se sentía como un tonto, Madelyn era una modelo de pasta para dientes en una revista de variedades. Había mordido el anzuelo.
Lo acompañé de vuelta a mi casa, no pudo volver a su trabajo, pidió licencia para ausentarse pues los nervios los tenía desechos, en el camino mientras manejaba, me obligó a jurarle que en la noche iríamos al condado vecino y buscaríamos la dirección de donde las cartas eran enviadas. Fue tanta su enferma insistencia que accedí pese a lo peligroso que esto resultaba, lo pensé un par de veces pero sabía que él no dejaría el tema en paz, por lo que al salir de mi centro de trabajo y después de cenar, enfilamos hacia la carretera del circuito norte que se enlaza con el Condado de Long Island. Durante el trayecto mi amigo iba callado, miraba a través de la ventana, el oscuro de la noche lo tenía absorto, no me animaba a romper el silencio que parecía disfrutar tanto.
Una vez que nos adentramos a la zona poblada del condado, comenzamos preguntando a los transeúntes por la dirección que Adam tenía memorizada “957 Belmont St. Oak Tree Area”, la mayoría de ellos la desconocía o fingían no haberla escuchado antes, solo algunos daban un intento por acercarnos. No fue sino hasta cerca de la media noche, que un viejo solitario y de aspecto vulgar, se encontraba paseando a su no menos vil perro, esté supo darnos la ubicación exacta y una urgente sugerencia.
Estábamos a dos cuadras del domicilio en cuestión, pero el rostro pasmado del sujeto indicaba un mal augurio, nos pedía que visitáramos el lugar al día siguiente, hacerlo en esas horas de la noche resultaba peligroso pues los vecinos murmuraban extraños sucesos detrás de los muros de la vivienda. Las arrugas de su frente se empalmaron al nosotros tomar rumbo hacia donde nos advirtió abortar pese a lo lúgubre de su aviso. En un par de minutos comprendimos las palabras del señor extraño.
Una casa deteriorada, con el pasto excesivamente crecido, sin luz, ni casas colindantes; era el macabro hallazgo que se presentaba ante Adam, había un buzón de correo metálico lleno de sobres, Frederick se bajó a buscar dentro de él alguna de sus cartas; solo había sobres de cuentas y propaganda. No había ni una sola personal, esto solo quería decir que sí llegaban las cartas a su destino y que alguien las había tomado del buzón. Pronto le di alcance a mi amigo una vez que aparqué, confieso que a cada paso que daba la casa parecía crecer de forma temible, era una morada aterradora digna de cualquier imagen de pesadilla.
Volteamos a ver la vivienda al mismo tiempo, en la entrada principal estaba escrita con tinta de grafiti y letras escurridas, una frase amable pero poco acogedora para ese momento, “Bienvenidos, están en casa”.
Adam comenzó a dar pasos hacia la entrada, fue fácil el acceso pues no había cerca que bordeara el patio, le chisteaba para que regresará, estaba más preocupado de que mi amigo, con mayor probabilidad, se encontrara con un psicópata que con un fantasma. Adam estaba determinado, no tuve el ánimo de seguirlo, me quedé anclado a un lado del buzón. Solo escuchaba el crujir de cristales rotos que pisaba mi acompañante, al cabo de diez minutos salía de la casa con mirada ausente. Le pregunté acerca de su excursión, me comentó que el lugar era sumamente perturbador, y que tenía la impresión de que dentro se hicieron muchas cosas depravadas, pues había manchas de algo parecido a la sangre, solo que negra; condones usados y prendas de ropa desgarradas. El lugar no era aterrador por posibles espíritus que hayan tomado el lugar, era perturbador por lo que pudo haber pasado ahí, una vibra y ambiente nefasto impregnaban cada ladrillo del inmueble. Al final acotó que encontró una cámara vieja, parecía estar escondida debajo de algunos bultos de basura. Por accidente pateó una de esas pilas de desperdicio y el extraño objeto en el piso llamó su atención. Tenía aun el rollo puesto, al parecer no querían que fuera encontrada.
Durante el viaje de regreso no cambió mucho la actitud de Adam, seguía callado y pensativo, a ratos observaba la carcomida cámara, indagando su posible historia y el contenido fotográfico del rollo. Demoramos solo una hora en carretera, era tarde para cuando llegamos a mi hogar. Estaba cansado y deseaba derrumbarme en mi cama, pero Adam lucía despabilado, debajo de sus muy abiertos ojos, un par de anillos negros hundía su apagada mirada.
Cuando abrí la puerta principal, se desveló insana sorpresa para mi pobre huésped. Con súbito asombro, Adam dejo escapar un grito, que después se convertiría en una expresión muda de terror. Sobre el piso de la sala, una nueva carta yacía.
Ninguno de los dos se animaba a dar un paso, tuve que reaccionar y para tranquilidad de mi invitado me puse a revisar en todos los rincones de la casa, hasta hacerle ver que estaba seguro ahí. Aproveché también para telefonear a un buen amigo neurólogo, sabía que no tendría complicación con la hora tardísima de la llamada y agendar cita con para que le diera espacio a Adam al día siguiente; ese momento en que me ocupé, Adam lo aprovechó para ver el contenido de la carta: - “¿Que te pareció mi hogar? Prometo pagar la visita.” Estaba escrito con letras grandes y erráticas.
Temprano en el consultorio, el doctor Philip Argon, revisaba a Adam, su sistema nervioso estaba quebrado, las duras y fuertes emociones por las que había pasado, habían hecho de él un conejillo enfermizo. La mirada ausente de Frederick chocaba contra los títulos y fotografías abstractas que colgaban en las paredes de su consultorio. Pude ver su rostro demacrado reflejado contra la luz de la lámpara pupilar, su piel clara tomaba tonos amarillos y sus pómulos sobresalían. Parecía que su rostro colgaba, dándole un efecto fantasmagórico, la falta de sueño cobraba cara renta a su semblante. Philip recetó a su nuevo paciente lexatin, un fuerte fármaco para hacerle dormir, me ofrecí para estar al pendiente de él. Temíamos una fuerte recaída e inclusive el doctor me mencionó casos de suicidio en situaciones de paranoia extrema.
Adam necesitaba reposo, veía como en el asiento de copiloto su figura encorvada hacía enmarcar los huesos de sus vertebras, no comía, no dormía, vivía bajo un fuerte estrés, sentí compasión por él. Me pidió ir a su departamento, quería dormir en la comodidad de su cama, no reparó más en los funestos sucesos acontecidos en su hogar.
Por el retrovisor me percaté de la compañía de los oficiales, nos seguían de cerca y en el asiento trasero viajaba alguien más que no pude enfocar con claridad. Con un chillar de sirenas me pidieron estacionar mi vehículo.
Los dos policías calvos bajaban de la unidad, acercándose con una aire déspota y autoritario. Observaba por el espejo lateral su grotesca figura a un lado de mi puerta, del lado del copiloto, estaba el otro oficial, al fin pude ver sus nombres bordados en sus uniformes, McKeenan y Carlol. Me preguntaban por el estado de Adam, quien a todas luces se veía deslucido; esta vez parecían más preocupados y empáticos, fijé mi mirada de nuevo en el retrovisor. Una silueta negra se mantenía en el asiento trasero de la patrulla, nunca pude divisar su rostro por más que agudizaba la vista. No puse mucha atención a la posible letanía judicial, ni mucho menos a la retahíla de preguntas, solo contestaba mecánicamente, estaba distraído por el misterioso sujeto en la parte trasera. Cuando por fin decidieron marcharse, el oficial McKeenan soltó.- “No se preocupe por el tipo de la unidad, es un delincuente asalta-casas”. La unidad pasó a un lado y ni así pude ver el rostro del ladrón, sentí su mirada pero jamás vi sus ojos. Adam estaba perturbado, pues estos síntomas que describo son los que vivió Frederick, contados por mí. Comenzaba a tener episodios agudos de paranoia.
Continuamos nuestro viaje hacia su departamento, le ayudé con mucho trabajo a subir las escaleras, el portero no se encontraba (como regularmente sucedía) por lo que tuve que batallar solo en el ascenso de mi amigo a su piso. Adam arrastraba los pies y estaba más desconectado de la realidad a cada paso que avanzábamos. Algunos metros antes de la puerta de entrada, me pidió con sus últimas fuerzas, un encarecido favor que no pude rechazar. Me pidió imprimir las fotos del rollo encontrado en la casa abandonada. Una sonrisa amable fue mi respuesta justo antes de buscar la copia de la llave de su apartamento dentro de una maceta para plantas de sombra.
Una vez que entramos, todo estaba en orden. Había un olor a humedad que se te metía hasta la garganta, seguramente se debía a la falta de limpieza y al clima lluvioso reciente. Recosté a Adam en su cama, le acerqué un vaso con agua y su medicamento, al poco tiempo había caído en profundo sueño. Verlo en esa calma me hizo recordar la paz que solía irradiar antes de estos terribles eventos.
Adam durmió el tiempo suficiente que su cuerpo le exigió sacudirse el sueño, despertó en la oscuridad de su cuarto, estaba mareado y acomodaba sus ideas, la vieja cámara que encontró en la casa abandonada estaba en la mesita de noche. La sed que le produjeron las pastillas lo mandaron a la cocina a buscar un poco de agua, después de beber el primer vaso, se sirvió un segundo para terminarlo en la sala. Se sentó con mucho cuidado, dejando escapar aire por la boca en señal de alivio. Sentado de frente a la puerta principal, vio como la rendija para introducir correspondencia se movía haciendo sonar un tímido chasquido, escupiendo ésta una nueva carta. La carta caía suavemente sobre la alfombra, Adam caminaba aun débil hacia la puerta, colocaba un ojo sobre la mirilla, nada. Abría la puerta, mirando en ambas direcciones, y no encontraba a nadie en derredor.
Pensó que todo era una alucinación por la fortísima droga para el sueño, pero la carta en el suelo lo devolvía a su espantosa realidad. La tomaba y abría temblando por el miedo del probable contenido de ésta. –“Es hora de conocernos, -Sonríe querido”. Este mensaje se hacía acompañar por las fotos que Adam imploró se imprimiesen, imágenes de locura y muerte se trazaban en ellas, cuerpos masculinos salvajemente torturados y expresiones deformes de dolor hacían palidecer a Frederick, en ellas se apreciaba al verdugo de estas víctimas, un rostro familiar que le hizo entumecer sus aterrorizadas facciones.
Inmediatamente después, una luz cegadora le obligaba a cubrirse los ojos con el sobre, el sonido mecánico de una cámara cargándose direccionaba su mirada hacía el closet. Otro flashazo resplandecía en la oscuridad de la sala escapando de las pequeñas mirillas del guardarropa. Las puertas del closet se abrían dejando escapar otro flashazo, cayendo una foto más de la polaroid al suelo, en ellas se iban proyectando a un Adam Frederick cubriéndose del destello de la luz. Unas botas de goma daban un paso al frente.
Adam estaba tan drogado que no podía distinguir el rostro de quien se escondía en la oscuridad del armario. Una última foto dilataba su pupila haciéndola expandirse a todo lo ancho. Esa última instantánea es épica, puede verse el crudo rostro del terror, ojos exaltados en total desesperación y una boca ampliamente abierta.
Antes de que cualquier sonido escapara por su boca, la cubro por la espalda aplicando moderada presión. Después, penetro su piel por la parte más blanda del dorso (a la altura del hígado) con una filosa navaja dientes de sierra; un chillido se ahoga en el cuero del guante que rodea sus labios. Clavo más y hago girar el puñal, haciendo retorcer a mi desgraciada víctima, la sangre brota a chorros, mientras que mi cómplice deja caer la cámara para apuñalar su pecho quince o talvez más veces con un cuchillo de cocina, ya en el suelo despedazamos su rostro acuchillándolo en repetidas ocasiones, dejándolo irreconocible, solo una masa de sangre con carne expuesta se asomaba.
Envolvimos el cadáver en la alfombra en donde fue previamente masacrado, dentro de la misma tiramos guantes, cuchillos y la vieja cámara encontrada en la casa abandonada, así como las pervertidas fotos que no debieron siquiera ser detalladas por el elevado tono de inmoralidad que ellas describen. Bajamos el cuerpo enrollado por el ascensor. Aprovechamos las altas horas de la madrugada y el clima espantoso para no ser vistos, a nuestro favor cuenta que el portero era un desastre y siempre se dormía entre la 1:00 y 2:30.
Nos deshicimos del cuerpo en un viejo depósito de basura que el Condado dejó casi en el olvido, sabíamos que las sucias aves de carroña se encargarían de devorar sus carnes, así como las ratas de dimensiones gatunas ayudarían también a consumir el cuerpo hasta los huesos. Toneladas de más desperdicio caerían sobre él y no habría oportunidad de ser encontrado; la corrupción policiaca en la zona nos dio mucho margen y espacio de maniobra así como la falta de evidencias claras. Se sospechó del asesino serial en el Condado de Long Island e inclusive del pobre portero marica.
Sin mucho más que agregar y ante los hechos previamente expuestos y detallados en este humilde escrito, pido con antelación no ser entendido ni mucho menos señalado. Las razones solo pueden ser comprendidas por mí, por lo que sugiero no buscar respuestas en donde nunca hubo preguntas. Nadie podría entender en cabeza ajena el dolor y angustia de la separación, la traición y el recuerdo de los viejos días desplazados por la ilusión de nuevos y frescos venideros.
Solo y muy apenas que tú hayas sentido el calor de lo que la fuerza del verdadero amor fue y vislumbres que los demás serán meras y simples complicidades, sabrás que es mejor enterrar evidencia de lo que te hará sufrir por el resto de tus atormentados días. Solo así y con el paso de los lentos años, el dolor será suplantado por la nostalgia. Y eso es mejor que vivir cerca y lúcido de lo que nunca podrás conseguir. De ser plenamente feliz.
Termino de escribir esta lectura en memoria de mi querido Adam Frederick y re-chequeo el reportaje de Susan Folling, puedo leer entre líneas tanto dolor y desesperación pese al profesionalismo y desapego que este trabajo requiere.
Han pasado cinco años y aún lo recuerdo con inmenso afecto, pasaran más y espero que el dolor sea menos despiadado conmigo. Después de diez meses del asesinato de Adam; decidimos mudarnos a Long Island, ocupar mi vieja propiedad ubicada en 957 Belmont St. Oak Tree Area. A lo largo de este tiempo hemos estado levantando y limpiando la descuidada vivienda. Hemos logrado quitarle ese rostro aterrador por uno más amigable; ya los vecinos se acercan; inclusive Sam, el viejo vulgar que pasea a su perro “Max” en altas horas de la noche.
Cuando más anclado en mis pensamientos estaba, un abrazo y un beso por la espalda me devuelven a mi estudio. Jenny ha despertado y se encuentra lista para ir al trabajo. A ella es a quien más le ha afectado la mudanza, pues pese al tiempo que tenemos ya viviendo aquí, aun no se acostumbra a los largos recorridos de Condado a Condado.
No ha querido renunciar a su antiguo trabajo en el Restaurant “Loomies” de la Calle Pinewood. Fue ahí donde nos conocimos y hace un poco más de cinco años que la invité a salir. Esa romántica idea le impide desprenderse de su amado lugar de trabajo. Luce aun joven y resplandeciente en su uniforme ajustado de mesera. Me pide que esta vez la lleve al restaurante para completar su turno dominical. Antes de levantarme de mi asiento, me vuelve a abrazar por la espalda, e inesperadamente en un acto de agradable sorpresa, se toma una foto instantánea conmigo. La foto cae al piso mostrando paulatinamente nuestras sonrisas estiradas y sinceras.
Creo que aún podemos ser felices.








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